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Juan Luís Vives - Índice... > La formación de la mujer... > Libro primero: Las doncellas > Libro primero: Las doncellas. Capítulo VI: La virginidad / Cap. VI. De virginitate

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[Texto latino en imágenes]

[Pg. 73] Capítulo VI

LA VIRGINIDAD

1. Tan importante y admirable es la virginidad que ni podemos ni debemos decir pocas cosas de ella. Sin embargo nosotros mantendremos la brevedad que nos propusimos con el objeto de no olvidar que somos preceptores y no pregoneros. Denomino virginidad a la integridad de la mente que se extiende, también, al cuerpo, y me refiero a esa integridad que está exenta de toda clase de corrupción y contagio. No hay ningún tipo de vida más semejante a la celestial que la del estado virginal, porque allí en el cielo seremos semejantes a los ángeles de Dios, sin que en el futuro tengamos sensación alguna que dimane del sexo. Allí ninguna boda se celebrará entre varones y hembras. ¿Qué cosa hay, entre los seres creados, más pura, más libre de sexo, del acto carnal y de la servidumbre del cuerpo que las mentes angélicas? ¿Qué existe entre los hombres que exprese esto mejor que la virginidad? Además, la parte más importante de esta pureza y de esta integridad está ubicada, casi en su totalidad, en el alma, en la que también se sitúa la fuente de todas las virtudes. Porque nuestro cuerpo está hecho de barro, es pesado y tan sólo es un ejecutor de nuestra voluntad; Dios no le presta ninguna atención ni se ocupa de él, por serle totalmente ajeno, sino que mira sólo al alma, que es de naturaleza parecida a la suya y, en cierto aspecto, cercana. Por lo tanto, aquellas mujeres que conservan el cuerpo íntegro con un alma viciada, neciamente se atribuyen el nombre o la gloria de la virginidad.

[Pg. 74] De esta manera el Señor en su Evangelio llama fatuas a aquellas vírgenes que lo son no de otra manera que si estuvieran muertas o pintadas. Porque, ¿en qué consiste lo fatuo sino en aquello que no conserva el sabor de la naturaleza? Tal vez sea virgen ante los hombres que, con ojos de carne, miran a la carne; no lo será, en cambio, para Dios que contempla los espíritus con espíritu. ¿Y qué decir cuando ni siquiera es considerada virgen por los hombres? Un predicador cristiano proclama que, incluso sin el estupro, es impura la mujer que lo desea. Si alguna admite el contacto del hombre, pierde el honor y el nombre de virginidad; la que se prostituyó a los demonios, ¿cómo podrá llamarse virgen de Cristo? ¿Qué relación tiene Cristo con Belial? ¿Qué tiene que ver el Dios purísimo con un alma impura? No injustamente las Sagradas Escrituras llaman a la fornicación «el alejamiento de Dios» porque nuestra alma prostituye y entrega a los adúlteros esa castidad que sólo se debe a Dios. Con razón dice San Fulgencio: «El diablo intenta arrebatar la virginidad de la carne con la ayuda del hombre, en cambio la virginidad del corazón pretende quitarla por sí mismo» 97.

Por lo tanto, debemos concentrar las más poderosas defensas allí donde existe un mayor peligro. El alma debe fortificarse cuidadosamente para que no sea violada en su cuerpo virginal, para que todas las riquezas y toda la belleza de la castidad se mantenga allí siempre segura e inexpugnable. La hija del Rey, en el salmo cuarenta y cuatro, aunque aparece ataviada con orlas de oro y vestida con variedad, no obstante encamina toda la gloria a su interior 98. De ella dice San Agustín: «Esta el la Iglesia universal, porque se ha desposado con un solo varón, Cristo, como escribe San Pablo a los Corintios 99. ¿De cuánto honor, por tanto, no serán dignos sus miembros, que guardan esto también en su misma carne y lo conservan con toda la fe y que imitan a la madre de su esposo y señor? Porque la Iglesia es también virgen y madre». Así habla San Agustín. Del mismo modo San Fulgencio escribe con toda razón sobre las vírgenes esto: «Ellas reciben el nombre [Pg. 75] de acuerdo con la virtud. Su esposo es el Unigénito Hijo de Dios, también Hijo Unigénito de una virgen, fruto, honra y decoro de la santa virginidad, a quien realmente parió la santa virginidad, a quien corporalmente parió la santa virginidad, con quien se desposó espiritualmente la santa virginidad, por quien es fecundada la santa virginidad para que quedara intacta, por quien es obsequiada para que permaneciera hermosa, por quien es coronada para que reinara perennemente gloriosa» 99a. Estas cosas tan hermosas dice San Fulgencio.

2. ¡Oh dichosa condición de vida que ya, ahora, dentro de este cuerpo mortal reflexiona sobre lo que vamos a ser en la eternidad, que en Cristo tiene al padre, al esposo y al hijo para que nada haya en él cuyo derecho no pertenezca a la Virgen! Pero tú, que eres la esposa de Cristo por la integridad de tu alma, procura atender con mayor cuidado a la salvaguarda de ella antes que a la del cuerpo. Para conservar ésta hay que poner mucho empeño, pero para conservar aquélla, muchísimo más o, si hablo con más propiedad, todo. Tanto como te lo permitan las fuerzas, cierra los ojos y los oídos, sentidos por los que entran al ataque las baterías del diablo. Gobierna tus pensamientos y manténlos bajo control para que no abandonen el baluarte de tu alma seducidos y traicionados por alguna golosina envenenada. No es cosa baladí la virginidad del cuerpo y todos ponen sus ojos en ella e incluso los hombres deshonestos se dignan respetarla, hasta el punto que no injustamente los poetas la representan como «la Majestad» que ha descendido a la tierra y que presta también su asistencia a las doncellas, no de forma distinta a como lo hace con reyes y gobernantes.

Entre los mismos dioses de los paganos, que por otra parte son muy sucios, quieren que Cibeles, a la que todos llaman madre, haya sido virgen; Diana fue muy apreciada por los demás dioses porque se consagró a virginidad perpetua; tres cualidades extraordinarias convertían a Minerva en una diosa digna de admiración: la virginidad, la fortaleza y la sabiduría y suponían que había nacido de la cabeza de Júpiter (a quien los gentiles consideraban el máximo dios, el primero, el padre de dioses y hombres), [Pg. 76] del que nada podía originarse que no fuera puro, casto, sabio, grande y admirable. Los antiguos pensaban que la virginidad estaba tan vinculada a la sabiduría que consagraron el mismo verso septenario tanto a una como a otra y, además, proclamaron a los cuatro vientos que todas las Musas, que presiden las manifestaciones artísticas, eran vírgenes. En el templo de Apolo en Delfos una mujer sapientísima, que estaba imbuida del soplo divino, predecía el futuro a quienes iban a consultárselo y siempre fue una virgen, a la que denominaban vulgarmente Pitia 100. Cuenta San Jerónimo que todas las sibilas 101, de las que Varrón totaliza hasta un número de diez, eran también vírgenes. En Roma existió un templo consagrado a Vesta, cuyos ritos los realizaban unas vírgenes, a las que llamaban Vestales, en presencia de las cuales todo el senado romano se ponía de pie, todos los magistrados les cedían el paso y gozaron del máximo prestigio entre todo el pueblo romano 102.

La castidad siempre fue algo sagrado y digno de veneración y la virginidad, por encima de todo, fue una virtud que estuvo siempre segura y fue respetada incluso entre los ladrones, hombres sacrílegos, facinerosos, criminales y también entre las fieras y las bestias. San Ambrosio dice: «Tecla cambió la naturaleza de las bestias por respeto a su virginidad» 103. Tanta admiración despierta la virginidad que incluso llega a subyugar a los propios leones. ¿Qué valor, por tanto, hay que adjudicar a esta virtud que liberó y protegió a cuantiosas mujeres del acoso de emperadores, tiranos y grandes ejércitos? Con frecuencia leemos que algunas mujeres, después de ser raptadas por soldados muy desvergonzados, fueron liberadas tan sólo por respeto al nombre de virginidad, porque sin duda ellas habían afirmado que eran vírgenes. En realidad consideraban que era un crimen que, a causa de una muy breve y momentánea sombra de placer, llegara a perderse un bien [Pg. 77] tan estimado y todos preferían que fuera cualquier otro el autor de una fechoría tan tremenda antes que uno mismo. ¡Oh malvada doncella, indigna de vivir, que por propia voluntad se desprende de un bien que los soldados, acostumbrados a toda clase de desmanes, temen arrebatar un bien tan preciado que, después, ni ellos mismos pueden retener ni devolver, siendo así que ellos no pierden nada.

¿No se asusta la impía muchacha por perder aquello que, perdido una sola vez, no puede recuperar bajo ningún pretexto en el futuro, cuando la riqueza más grande que poseía se pierde para ella sola? Y si los afectos tienen algún valor, como parece normal que lo tengan en grado sumo, particularmente las personas justas y honradas, a cualquier lugar que dirija sus pasos la muchacha habiendo perdido la virginidad, por su culpa lo hallará todo triste, fúnebre, rodeado de lamentos y lloros, enojado y hostil hacia ella. Por otra parte, ¿cómo será la pena de sus parientes, puesto que todos se sienten deshonrados por una sola torpeza de la muchacha? ¡Cuánta aflicción provocará! ¡Cuántas lágrimas derramarán sus padres y quienes la alimentaron! ¿Estas son las alegrías que das a cambio de tantas preocupaciones y tantos trabajos? ¿Esta es la recompensa por la educación recibida? ¿Cómo será el rechazo de tus familiares? ¿Y cómo las habladurías de los vecinos, amigos y conocidos maldiciendo a la malvada joven? ¡Cuánto escarnio! ¡Cuántos rumores entre sus compañeras vírgenes! ¡Cuánta aversión por parte de sus amigas! ¡Cuántas mujeres huirán de ella en cualquier situación que se encuentre y cuánta soledad experimentará cuando las madres alejen no sólo a sus hijas sino también a sus hijos del contagio de un alma tan depravada y tan impura! ¿Y qué decir de los pretendientes que, si los tiene, también se apartan de ella? ¿Y los que antes simulaban amor y ahora la odian sin ningún recato? A veces también con palabras expresas reprueban el desliz, hasta el punto que me produce asombro cómo a una muchacha que soporta esta situación pueda serle la vida, ya no digo agradable sino que pueda simplemente vivir y no acabe por consumirse agobiada por la tristeza.

3. ¿Y qué voy a decir de los odios y las iras de todos, a causa de los cuales sabemos que muchos padres degollaron a sus hijos, los hermanos a sus hermanas, los tutores a sus pupilas y los familiares [Pg. 78] a sus consanguíneas? Hipómenes, príncipe de los atenienses 104, habiendo descubierto que su hija había sido seducida por un hombre, la encerró en una cuadra en compañía de un caballo muy salvaje sin ninguna comida; éste, después de pasar algún tiempo sin alimentarse, por la ferocidad de su naturaleza se puso muy rabioso y acabó despedazando a la muchacha para poder alimentarse. En Roma Poncio Aufediano, habiendo comprobado que el maestro, a traición, había entregado a su hija a Fanio Saturnino, mató tanto al esclavo como a la hija. Publio Atilio Filisco asesinó a su hija porque se había visto contaminada con un horrible estupro. En la misma ciudad de Roma encontramos el caso del centurión L. Virginio, quien prefirió perder a su hija intacta antes que conservarla mancillada, por lo que a Virginia, hija única suya a la que quería mucho, para que no se viera forzada a satisfacer la pasión de un decenviro, la liberó dándole muerte con su propio puñal, ya que no podía lograrlo de otra manera 105.

En la Hispania Tarraconense hubo dos hermanos, según cuentan nuestros padres, que, habiendo comprobado que su hermana, a la que creían virgen, estaba preñada, y habiendo disimulado y reprimido su indignación hasta que hubiese parido, tan pronto como expulsó el feto del útero, en presencia de la comadrona, la mataron clavándole sus espadas en el vientre. En la misma demarcación de España siendo yo un niño, tres doncellas estrangularon con una toca de lino a una compañera suya a la que habían sorprendido en flagrante obscenidad. La historia está llena de ejemplos al igual que la práctica de la vida ordinaria y no resulta nada extraño que tanto padres como allegados hagan estas cosas y que súbitamente el afecto, que es producto del amor, se trueque en tanto odio cuando ellas mismas, empujadas por un amor abominable y salvaje, desechado por completo de su pecho todo amor filial, aborrecen no sólo a amigos y familiares sino también a sus padres, hermanos e hijos. Yo desearía que no tan sólo las muchachas creyeran que estas consideraciones se han formulado [Pg. 79] para ellas, sino también para las casadas y las viudas; en suma, para todas las mujeres.

4. La mujer debe prestar atención a su fuero interno y meditar sobre su maldad. Ella se atemorizará de su propia situación y también se horrorizará y no descansará un momento, ni de día ni de noche, acosada de continuo por el azote de su mala conciencia y como si estuviera ardiendo bajo la acción de teas inflamadas. Nadie podrá mirarla con cierta atención sin que ella se atemorice pensando si sabe algo de su desliz y que en ese momento le viene a la memoria; nadie podrá hablar en voz baja sin que ella piense que están comentando su mala acción; no oirá una conversación sobre malas mujeres sin que albergue la sospecha de que aluden a ella; no podrá oír el nombre de quien la estupró, aunque se designe a otro cualquiera, sin temor a que indirectamente se refieran a ella; no se podrá oír el nombre de quien la estupró, aunque se designe a otro cualquiera, sin temor a que indirectamente se refieran a ella; no se podrá hacer ruido ocultamente en casa sin que ella se espante por temor a que su caída haya sido desvelada y tenga que recibir el castigo y se vea obligada a servir como una esclava a todos aquellos que, según su propia presunción, sospechan algo de su crimen. Habrá de comportarse siempre rastreramente y de manera humillante para que no se le eche en cara de inmediato su deshonor, cuando diga algo con un poco de libertad o se comporte un tanto altaneramente. Vivirá siempre consternada, siempre abatida, mejor dicho, no vivirá, sino que se verá privada de la muerte de su cuerpo aunque muera constantemente en espíritu.

¿Cuántos reinos quisieras haber comprado con este constante agobio? Los hombres perversos soportan ese tormento, pero las mujeres lo viven con mayor angustia, porque sus deslices son mucho más repugnantes a los ojos de todos y su naturaleza es más propensa al miedo. Si existe realmente alguien que valora esto con un poco más de atención, las mujeres que vigilan su virginidad un tanto a la ligera, se hacen merecedoras no sólo de estas desgracias sino también de otras peores. Porque al varón le son imprescindibles muchas virtudes, a saber, la prudencia, la elocuencia, la ciencia política, el ingenio, la memoria, un cierto arte para saber vivir, la justicia, la liberalidad la magnanimidad y otras muchas [Pg. 80] que sería prolijo seguir enumerando. Aunque a él le falte alguna de estas cualidades, parece lógico inculparle menos, con tal de que mantenga algunas. Pero en una mujer nadie busca ni la elocuencia, ni el ingenio, ni la prudencia, ni las artes de la vida, ni saber administrar el Estado, ni la justicia, ni la benignidad; nadie, a la postre, busca otra cosa que no sea la virginidad, y que, si se echa a faltar ella sola, sería como si al varón le faltaran todas, puesto que en la mujer esa virtud es la equivalente a las demás.

Es un guardián perezoso e indolente aquél que se muestra incapaz de custodiar una sola casa que le ha sido encomendada, depositada bajo su confianza y recomendada con múltiples y cuidadosos consejos, particularmente si nadie se la va a arrebatar contra su voluntad, ni tan siquiera tocar si no se da el consentimiento. Si la mujer pensara exclusivamente en ello, sería una guardiana más atenta y más cuidadosa de su castidad; si ella sola permanece incólume, todas las demás virtudes están a buen recaudo, pero, si se pierde, todas las restantes se desvanecen con ella.

«¿Qué puede estar a salvo en la mujer una vez perdida la virginidad?» dijo Lucrecia, quien conservaba su alma inmaculada dentro de un cuerpo manchado 106. Así pues, dijo Quintiliano, «habiendo hundido el puñal en sus entrañas dio cumplimiento al castigo del destino para que, lo antes posible, un alma púdica se separara de un cuerpo corrupto» 107. No voy a proponer que se imite esta acción, sino la intencionalidad que conlleva, para que creas que nada queda en la mujer que ha perdido la virginidad. Puedes quitarle a la mujer la belleza, el linaje, las riquezas, la gracia, la elocuencia, la agudeza de ingenio, la destreza en las artes que practica, pero si le añades la castidad, se lo habrás dado todo por acumulación. Por el contrario, puedes darle todas aquellas cosas a manos llenas, pero llámala impúdica: con esta única palabra se lo has arrebatado todo, se ha quedado desnuda y es abominable. Hay otras fuerzas que, procedentes tanto del cuerpo como del alma, pueden ayudar a las mujeres a conservar la virginidad, de las que me dispongo a hablar ahora.

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97 . Ep. III ad Prob. 25.

98 . Psal. 45, 14.

99 . 2 Cor. 11, 2.

99a . Ep. III ad Probam, 4.

100 . Cf. n. 57.

101 . Eran vírgenes que, bajo el influjo divino, predecían el futuro. Unos dicen que eran tres, otros cuatro y otros diez; así lo hace Varrón, un polígrafo latino del s. I a. C. La más famosa fue la de Cumas en la Campania.

102 . Suponemos que se refiere al templo de Vesta que todavía perdura entre el circo Máximo y el Tiber.

103 . De virg. II, 3, 19.

104 . O bien se trata de un personaje secundario o bien de una historia fantástica.

105 . Personajes secundarios, pero que no por ello carecen de fuerza sus acciones represoras en defensa de la castidad.

106 . Tito Livio, ab ur. cond. I, 58, 7; cf. también la n. 45.

107 . Declam. XIX mai., III, 11.

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