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Gregorio Mayans y Siscar -... > Bibliografia > Congresos - Mayans y la... > Mayans y el pensamiento político de su tiempo - G. Mayans y la formación del pensamiento político de la Ilustración. José Antonio Maravall

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[Pg. 43]

G. MAYANS Y LA FORMACIÓN DEL PENSAMIENTO

POLITICO DE LA ILUSTRACIÓN

José Antonio Maravall

LA espléndida renovación de los estudios mayansianos, acontecida en los últimos veinte años, nos ha hecho ver la figura de un gran ilustrado, aunque probablemente no vayan a suponer que se convierta también Gregorio Mayans y Siscar en un escritor que tengamos en adelante que insertar en la lista de autores que se exponen y comentan en los Tratados de Historia de las ideas políticas. Bien es cierto que Antonio Mestre, en la obra monumental que le ha dedicado, ha incluido, en uno de sus volúmenes, la exposición del pensamiento político de Mayans. Y esto sí tiene interés en la más amplia historia social. No cabe duda de que todo autor que escribe de cara a la sociedad y más si lo hace con el propósito de incidir en alguna manera sobre la marcha de la misma, puede ser objeto de una investigación que presente, aunque sea en una visión sesgada, la elaboración mental de la vida política que subyace a su obra. Es más, añadiré enseguida que atender a esto es necesario.

Sin embargo, pienso que Mayans no es un pensador político, digamos de oficio. Y de su rica personalidad intelectual, que atrajo el interés y, en otros casos, la amistad de muchas figuras europeas caracterizables conforme a los tipos coetáneos del "sabio" y del "erudito", sospecho que el sector de su almacén de ideas relativas al objeto de la política, según las que organizó su respuesta a los temas políticos y sociales, no es de las más relevantes en el conjunto de su obra. Conocemos hoy una incidencia significativa: cuando Meerman le envía a su privilegiada atalaya intelectual de Oliva, un ejemplar de la edición de Montesquieu, de 1755, Mayans, un tanto alentado por ello a ocuparse de la materia, le contesta elogiando el libro, añadiendo que tiene que hacerle algunos reparos en puntos en los que no está de acuerdo, y le anuncia que lo hará en ocasión propicia; al prepararse la nueva edición de la obra, [Pg. 44] Meerman le recuerda lo dicho, señalándole que ha llegado el momento adecuado para enviar sus objeciones; pero Mayans no las envía. Quizá opina que la reflexión política directa no es su tema y así le veremos en su correspondencia andar a veces por sus aledaños, pero sin lanzarse de lleno a este tipo de problemas, salvo en un aspecto del que ya me ocuparé: las relaciones Estado-Iglesia. No en balde, la fama oficial de Mayans en su momento fue la de jurista, y, dentro de ello, de canonista; fue también la de educador y sabio cultivador de las letras, mas no la de reformador social.

A pesar de esto, me parece legítimo, y más todavía, necesario, plantearse la cuestión, no de las relaciones anecdóticas de Mayans con gobernantes y ministros de su tiempo, sino la de una posible sistematización de su pensamiento político que, insoslayablemente, condiciona su obra.

Hoy hemos aprendido (y digo hoy, porque hasta poco tiempo atrás no era así: cójase el libro de Sarrailh y se podrá comprobar), y lo hemos aprendido gracias a los trabajos de V. Peset, de A. Mestre, de F. Lopez, de algunos más en aspectos parciales (pienso en M. y J. L. Peset), que Gregorio Mayans es un elemento, críticamente emplazado, en nuestra historia moderna. Por eso -cosa posible ya en nuestras fechas- espero que al conmemorar su II.º centenario, se ha de hablar mucho de Mayans y la Historia. Ahora bien, mi parecer es que para acabar de entender estos temas, hay que empezar por la cuestión de la Historia en Mayans. Pienso que esa "inevitabilidad de la historia" que enuncia una frase famosa y discutida de Berenson, tiene, además, de particular que revierte sobre sí misma: observar a alguien en la Historia obliga a aclararse -si queremos ir más allá de noticias anecdóticas o evenemenciales, si queremos verlo y comprenderlo en el proceso al que se encuentra incorporado-, la manera que nos revela su obra, de entender su autor el curso de la Historia. Pues bien, Mayans está en una sociedad y le vemos inserto en ella de manera muy peculiar: escribe como escribe porque se funda en una construcción articulada de esa sociedad sobre la cual tiene programada su intervención. Por eso Mayans -como cualquier otro en su mismo lugar-, no tiene más remedio, como correlato a su concepción de la Historia, que poseer una versión mentalmente construida, de la esfera de relaciones socio-políticas en que se encuentra; en definitiva, un pensamento social y político que se coloca debajo de cuanto se escribe y se hace, en el que se traduce la manera de entender esa historia, o mejor dicho, la Historia, a la que se está enlazado inexorablemente.

Pero, por de pronto, ese pensamiento político-social, esa versión mental de la intervención en la historia con que uno piensa corresponder a su tiempo, procede, en buena parte, de herencia y se relaciona [Pg. 45] con el entorno de los modos de pensamiento que han ido desenvolviéndose coetáneamente. Al estudiar a Mayans, precisa tomar en cuenta las líneas y fases del pensamiento político-social de mayor proximidad a su postura. Corresponde ésta a la época de la primera Ilustración y se halla en conexión, por consiguiente, con las fechas en las que esta última se prepara.

* * *

Es ya hoy una noción incorporada a nuestra Historiografía, la de un período en el que termina la vigencia general del Barroco, aunque en modo alguno las supervivencias parciales del mismo, las cuales se mantienen, más o menos en contradicción con los avances de un período cultural que se abre. A ese lapso de tiempo en el que se ven brotar y extenderse fenómenos nuevos, el prof. François Lopez le ha dado la acertada denominación de "temps de novateurs", puesto que "novadores" son llamados, agresivamente, los portadores de un inicial mensaje efectivamente renovador. Yo propongo que traduzcamos esa expresión por la de "época de los novadores", utilizando ese neologismo de "época", en el que se vierte el concepto de "temps" en la acepción que Lopez lo emplea, un neologismo de lenta penetración a lo largo del siglo que va a empezar, porque él mismo es toda una época en su conciencia de novedad.

En esos últimos años del siglo XVII, a que viene a contraerse la época indicada, se encuentra en Europa una intensa actividad intelectual. Todavía están trabajando Puffendorf, Thomasius, Leibniz, Locke, Bayle, Fenelon. Y en 1687 aparecen los "Principios matemáticos de la ciencia física", de Newton. En esta última fecha da comienzo el período de la Ilustración según P. Smith, en su libro The Enlightment. 1687-1776, que apareció en New York, 1962. Esto entiendo que sólo puede ser válido para Inglaterra. En España, claro está, esa datación sería inadmisiblemente anticipada en su comienzo, así como excesivamente corta en su fecha final. Y, sin embargo, lo cierto es que, en las inmediaciones de 1687 se fija la aparición de esas novedades que inician el cambio histórico a que me vengo refiriendo. La transformación acaecida en nuestra manera de ver el panorama español en esos quince o veinte años antes de que termine el siglo XVII, ha sido resultado de las investigaciones acumuladas por una serie de historiadores. En 1945, el P. Ceñal descubrió en algunos escritores de ese tiempo un nivel de conocimiento de Descartes, de Maignan y hasta de Hobbes, que constituyó una revelación. En 1949, Olga Quiroz, bajo la dirección del prof. José Gaos, publica un libro de cierta extensión que perfila una imagen del estado intelectual y científico de la sociedad española, mucho más abierto, mucho más receptivo de cuanto se había supuesto, en relación a las novedades del [Pg. 46] pensamiento europeo: en sus páginas están, aparte de otros como Caramuel, Cardoso, M. Martínez, Zapata, Avendaño (es decir, fray Juan de Nájera), los Corachán, Tosca, Mayans, Juan B.ª Berní. En 1952, Luis Granjel en su estudio sobre Manuel Martínez, nos confirma que la entrada de la nueva filosofía en España, era muy anterior a lo que se decía, lo que viene apoyado por uno de los primeros trabajos de Vicente Peset, sobre "El doctor Zapata y la renovación de la Medicina en España". La reunión de varios inestimables estudios del Dr. Peset, en 1964, bajo el título "Gregori Mayáns y la Illustraciò en España", nos permite conocer la importancia del grupo valenciano y la irradiación que ejerce el mismo dentro del área de la que va a ser la Ilustración española. En esos años, sobre 1962, el profesor López Piñero acrecienta la relevancia del grupo valenciano, al poner de manifiesto las aportaciones de Cabriada y Crisóstomo Martínez, señala el interés de grupos similares, aparte del de Madrid, en Sevilla, en Zaragoza, de los cuales algún eco se encuentra en las "Memoires de Trévoux", e introduce un matiz que nos interesa: dar mayor importancia a los que formaron en las filas de los novadores durante los últimos lustros del siglo XVII, ya que hasta entonces la atención de los investigadores -si exceptuamos al primero de los mencionados-, se inclinaba preferentemente hacia los de las primeras décadas del XVIII. Finalmente, en 1976, François Lopez consiguió definir los perfiles y caracteres de la época en inteligente síntesis, que nos permite ya reconocer en ella todo un período histórico.

No cabe duda de que sin las sucesivas aportaciones de los historiadores de la ciencia y de la filosofía de quienes queda hecha mención, no se hubiera llegado a esclarecer y a fijar esa "época" de los novadores, de la cual no voy a decir hiperbólicamente que tenga un gran valor en la Historia del pensamiento y fuera de gran repercusión en la sociedad española, pero sí ofreció a este respecto unas proporciones estimables, sin tener en cuenta las cuales se mide mal lo que viene detrás. Esos resultados de que hoy disponemos nos permiten arrinconar la imagen de una Ilustración que como un contagio provocado, irrumpía con la publicación en 1726 del primer tomo del Teatro crítico universal. Yo no quiero quitar un ápice de su valor, ni tampoco añadir más de lo debido, a la ingente obra del P. Feijoo. Pero no nos podemos hoy conformar con una imagen del XVIII español la cual se ha mantenido en los historiadores no ya hasta Marañón, como se ha dicho, sino que subyace a la síntesis de Sarrahil y permanece en los expositores profesionales u ocasionales de nuestra Ilustración, hasta no hace mucho más allá de veinte años. Y he querido insistir en esta renovación de nuestra Historiografía, porque su nueva versión nos permite comprender mejor, hoy, al conmemorarla en su centenario, el volumen que alcanza la figura de Mayans, contemplándola sobre un pedestal que vienen a formar para [Pg. 47] él los novadores y cuantos participan en una primera fase de la Ilustración.

Nada de tan decisivo cambio de óptica hubiera sido posible, o, por lo menos no hubiera llegado a granar como lo ha hecho, si, por su parte, los especialistas de la Historia social y económica no hubieran prestado su apoyo para el desenvolvimiento de una nueva interpretación de tan interesante período de nuestra historia. Fue, probablemente, Pierre Vilar, en su magna obra La Catalogne dans l'Espagne moderne quien, por primera vez, suscitó la cuestión, en 1962; Domínguez Ortiz la recogió en parte, y Gonzalo Anes, partiendo del punto en que se había detenido Vilar, escribe en un artículo de imprescindible consulta para quien se ocupe de nuestro XVIII: "Así como los factores que originaron la decadencia actuaban ya en la época de la prosperidad económica, también las condiciones para el cambio, para la renovación, existían en los peores momentos de la decadencia. La población, al menos en algunas zonas de la periferia, cesó de disminuir antes de finalizar el siglo XVII y puede pensarse, incluso, en un cambio efectivo del signo del movimiento de la población en la segunda mitad del siglo. Además, el éxito de la reforma monetaria de 1680 es síntoma de que existían ya las condiciones de un cambio de coyuntura que favoreció, sin duda, la medida estabilizadora. El reformismo borbónico, causa, para algunos historiadores, del desarrollo económico de España durante el siglo XVIII, no es otra cosa que el aprovechamiento y orientación de fuerzas productivas ya existentes y en acción, pero que consagran las diferencias de desarrollo entre centro y periferia". Corto aquí las palabras de Anes, porque el resto no altera en nada lo dicho y desplaza la atención a otros problemas que no quiero evocar aquí, para evitar interminables complicaciones. Sobre los cambios en la base económica y social promovidos por esa inversión de la curva de la coyuntura y las condiciones consiguientemente creadas para iniciar un restablecimiento, se afinca con mayor firmeza la imagen de una sociedad en la que aparecen esos "novadores" que transformaron el panorama de los últimos decenios del siglo XVII, esos innovadores en los cuales coloca F. Lopez la "crisis de la conciencia española" preparatoria, paralelamente -pero, añadamos, que con cierto desfase- del estado de espíritu que en Europa produjo ese brillante Siglo de las Luces.

Hay que añadir todavía dos observaciones sobre el período que consideramos. En su aportación antes mencionada, López Piñero observa que en el terreno de la ciencia habría que ver si no era del caso introducir, en el relativamente amplio plazo de medio siglo (1680-1725) que se toma en cuenta, una división en dos subperíodos que irían de 1680 a 1700 y de 1700 a 1725, aunque, en fin de cuentas, se muestra dispuesto a aceptar ese otro período más largo que Olga Quiroz, V. Peset y F. Lopez han establecido. Sin embargo, como enseguida trataré de explicar, [Pg. 48] creo que en el campo de la Política no deja de ser conveniente mantener una distinción en esas dos partes entre las aportaciones de los novadores.

Observamos que las novedades introducidas y comentadas en los tres últimos lustros del siglo XVII, pertenecen al campo de la Medicina, de la Filosofía natural, quizá de la Astronomía y de las Matemáticas, aparte de que continuaran enriqueciéndose y modernizándose aquellas que se aplicaban al cultivo de la Historia. En muchas ocasiones, recogiendo el testimonio de M. Zapata, se ha dado noticia de las tertulias científicas, en las que se discutía de filosofía moderna, se estudiaba la nueva física (cartesiana o gassendista), se hacían experimentos, y se daba noticia de nuevas teorías en el campo médico, todo ello poco después de 1680; en esas reuniones, participaba algún noble: el marqués de Mondéjar, el duque de Montellano, el conde de Villablino entre otros; los más eran seglares y habían entre ellos algún eclesiástico. En general, eran ajenos al mundo universitario (el cual, a su vez, era ajeno a la innovación y rechazaba a los "novadores"). A estos últimos pertenecían, en cambio, los impugnadores del aristotelismo tómista. Aquellos que escribieron con nuevo espíritu sobre estos temas, en su mayor proporción lo hicieron en lengua vulgar, no en latín. Es curioso que no se den las novedades que, fuera de la Península, habían surgido o habían madurado en lo referente a la Política y a la Economía. Existen escritores de Política, ciertamente, como Andrés Mendo, Francisco Garau, el Cardenal Portocarrero o el inimaginable P. Nieremberg; pero, a pesar de lo que se haya dicho, permanecen en la versión española de la inmediata tradición barroca (quiero decir, en la línea que los escritores jesuitas -y en cabeza de ellos, con su Defensio fidei, Suárez-), y, en consecuencia, siguen oponiéndose a fórmulas de un absolutismo que cabría llamar inmanente a la realeza, fundado en el puesto de ésta en un Derecho natural, tan ajeno a toda relación con la Iglesia como a toda legitimación comunitaria: esto era la fórmula de Filmer, en su Patriarcha, del monarquismo de los Estuardos, con su doble apelación al derecho divino y al derecho patriarcal. En cambio, sí cabe que en esos autores españoles de fines del XVII haya mayor calor fideísta en la expresión que en sus predecesores, predomina en ellos con mucho un esquema doctrinal tomado de la que se ha llamado por Giacon, la segunda escolástica, esto es, la escolástica jesuita. Esta, al insertar la participiación de la comunidad del pueblo en el proceso de legitimación del poder -conforme al modo que se dio en el Derecho natural de los teorizantes de la reforma católica, tal como ha sido estudiada por Ambrossetti- prestó a su línea de pensamiento un matiz pre-democrático, según tantas veces se ha repetido. Algo queda de esto en los escritores que acabo de citar, dejando aparte el caso, rayano en lo pintoresco, del P. Nieremberg. Y lo cierto es que, aparte de estos escolásticos tardíos mencionados antes, trivialmente [Pg. 49] repetidores, punto menos que ilegibles, hay algo más: alguna manifestación de pensamiento político que responde fielmente a la posición intelectual de los novadores en otros campos. Un día cayó en mis manos, por azar, un libro desconocido para mí, de autor no menos desconocido, El hombre práctico de Gutiérrez de los Ríos, tercer conde de Fernán-Núñez. Luego lo vi citado, como un posible tema a estudiar, por Garagorri y hallé también que Russell P. Sebold le dedicaba unas breves líneas. Volví a leerlo con atención y caí en la cuenta de que era una obra que se correspondía cumplidamente, en el terreno de las consideraciones sobre la Política, con la significación de los "novadores". Era lo que me faltaba: la manifestación de un "novador" en la esfera, hasta entonces desierta, de la reflexión política.

Gutiérrez de los Ríos empieza por manifestar una polémica y adversa actitud contra la filosofía aristotélica que en la forma en que se usa en su tiempo estima que únicamente sirve para fomentar esas supersticiones y falsas creencias que el autor combate. Recomienda atenerse a la filosofía de Gassendi (citando a Descartes de pasada) y elogia a la lengua francesa, la cual "es preciso saber hoy con precisión, así por lo mucho y bueno que hay escrito en ella, como por lo general que es en casi toda Europa". Si cuando escribí mi artículo sobre este autor, cité su coincidencia con Feijoo, el cual en una de sus Cartas eruditas, se ocupa en persuadir de la preferencia que debe darse al estudio de la lengua francesa, cabe ahora recordar un pasaje semejante de los PP. Mohedano, para quienes fue el conocimiento del "francés, que nos facilitó la lectura de muchos excelentes libros con que esta Nación sabia de un siglo a esta parte ha enriquecido la república de las letras. Entonces -añaden- acabamos de conocer a qué sublime punto de perfección habrán llegado las ciencias en nuestro siglo". La estimación de la Europa del francés, frente a la Europa del latín que A. Ardao señalaba en Feijoo es, pues, bastante anterior. (De este aspecto, general en la Ilustración europea, se apartará el grupo del deán Martí, de G. Mayans y algunos de sus amigos, fieles a la preferencia por la latinidad heredada del humanismo; pero hay que resaltar que por los dos caminos se acaba llegando a planteamientos coincidentes). No menos recomienda Gutiérrez de los Ríos el estudio de la Historia -en un sentido que está en la línea Boyle-Voltaire- "sin cuidar de retener precisamente los nombres propios y las genealogías de las personas de que se trata", sino yendo a buscar el saber práctico del desenvolvimiento y perfeccionamiento de los hombres en los pueblos. El autor enuncia un amplio contenido sociocultural como objeto del conocimiento histórico, en el que aparece alguna referencia que nos semejan temas de obras de Montesquieu, setenta años antes de publicarse éstas. De la historia los hombres aprenden que hay que renunciar a una parte de libertad para asegurarse la [Pg. 50] pacífica y protegida convivencia. Y al considerar la inclinación del hombre a esa vida en común, se ve llevado a hablar de su "sociabilidad" -primera vez que esta palabra aparece en el léxico castellano- y, con ella, de la "urbanidad", a la que Feijoo dedicará un discurso, dos conceptos fundamentales de la mentalidad ilustrada. También se insertarán en adelante en sus páginas, decisivamente, los conceptos de "utilidad" y "felicidad". Correspondiendo al título de "novador" que le hemos dado, le veremos hacer la defensa de la novedad, siempre con unos límites prudentes, como el doctor Martínez y el doctor Zapata, como Mayans y Feijoo, como Campomanes y los PP. Mohedano. Dado que "por lo general cada hombre parece un lobo contra el hombre" (no nos apresuremos a sospechar la influencia de Hobbes; la frase está en Gracián y en otros), los hombres necesitan hallarse en una sujeción política. Observa Gutiérrez de los Ríos que "insensiblemente se reduce a Monarquía toda República", e inversamente "no puede haber Monarquía en que no se ejerza una forma de República", con lo que tan novedoso autor parece figurar entre esos "royalistes-républicains", de los que, atribuyéndolos a influencia inglesa, hablaría años después Voltaire. Añadiré que este tercer conde de Fernán Núñez considera injusto el régimen de nobleza hereditaria, sin limitación en el tiempo, y que, en otro discurso, hace un gran elogio del trabajo manual o corporal, tan favorable a la casa, a la familia y al buen orden social "de todas las cosas que de nosotros dependen". Finalmente, exalta el papel de la agricultura, piensa que es la que siempre, imperceptiblemente, viene a pagar "todo impuesto", por cuya razón el autor propone "repartir respecto de ella la contribución, extinguiendo las demás", solución fiscal del que se llamó "impôt unique", defendida por los fisiócratas y que entre los españoles tuvo tan escasos adeptos, si es que tuvo alguno más. Recordemos, en cambio, la dura réplica negativa de Campillo, por ejemplo, en este tema.

Creo que con lo dicho es suficiente para juzgar que es de pleno derecho la introducción de Fernán-Núñez entre los novadores, como el escritor político del grupo, adelantando ideas tan próximas e interesantes para la Ilustración. Hoy creo que la época de los novadores tiene también una obra política de especial interés por su carácter utópico: la "Sinapia", escasamente posterior a 1700, pero de esto no me voy a ocupar hasta que F. Lopez no publique los resultados de la investigación en que trabaja.

La obra de Gutiérrez de los Ríos que en su momento no llamó demasiado la atención, nos sorprende entre la literatura política española de fines del XVII, por la información filosófico-natural que contiene tanto como por el tipo de problemas que se plantea. Sin embargo, de esa primera etapa de novadores que representa tan cumplidamente, lo que quedará no es sino la línea escolástica. Garau y Portocarrero llegan al [Pg. 51] límite último del siglo, como para transmitir su legado al siguiente. Añadiré -es un dato interesante- que la obra del conde de Fernán-Núñez tendrá su merecida compensación al ser reeditada, esta vez en Madrid, en 1764, es decir, en los años de la plena Ilustración.

* * *

Las décadas primeras del nuevo siglo en Europa -muy al revés de versiones triunfalistas, inspiradas en la imagen de un arranque de marcha hacia el poder de la burguesía-, fueron unos años de estancamiento y de contención. Al empezar el siglo, la autoridad eclesiástica, en Roma, París, Lovaina, ha prohibido a Descartes, Leibniz, Spinoza, y en 1709 se incluye en el "Índice" a Malebranche. En España, ni hace falta siquiera imponer algo parecido en los primeros quince años del siglo, coincidiendo con la triste etapa de la Guerra de Sucesión, de tan cerrada como quedaba, a las novedades del mundo que amanecía. Uno de los historiadores más recientes del XVIII, Matthews Anderson, ha escrito que en toda Europa se estaba ante un período de estancamiento económico, y sólo después de 1750 el ritmo de progreso se anima sensiblemente en algunos países, aunque con notables diferencias (Anderson hace observar, sin embargo, que en Inglaterra, a pesar del despegue de la revolución industrial, todavía al terminar la centuria, en 1800, no había en el país instaladas más máquinas Watt que el corto número de las que sumaban unos cuantos cientos de caballos de vapor). Por su parte, Minchiton piensa que: "A pesar de todo, todavía en 1750 había importantes limitaciones para la articulación del mercado. Aun no se había establecido totalmente una economía monetaria, había distintos sistemas de pesas y medidas, había considerables dificultades para el transporte, había todavía en Europa multitud de Estados, y tanto los portazgos locales dentro de los países como los aranceles entre ellos, limitaban el libre movimiento de los productos. El poder adquisitivo estaba concentrado en manos de una pequeña minoría y la demanda era todavía en gran medida de productos sin elaborar. Los fabricantes en general eran incapaces de anticiparse a la demanda". Se ha hablado incluso de un deterioro de la situación por algunos, que se fijaría alrededor de los años 30. Esta es la tesis de F. Venturi, en relación con Italia, en opinión del cual "la crisis moral o intelectual de los años treinta fue quizá más importante que la crisis política y económica". En España, aunque el panorama presenta trazos peculiares, también esas fechas son significativas. Caro Baroja ha llegado a situar en ellas la transformación de la sociedad española, si bien atendiendo más que al estado económico y de desarrollo científico y técnico del país, siempre de tan reducidas proporciones, al estado espiritual reflejado en las líneas de actuación de la Inquisición: según Caro, de [Pg. 52] perseguir primordialmente a judaizantes, hechiceros y brujas, se pasa a reprimir las malas costumbres, la masonería y el que desde entonces se da en llamar filosofismo. Unos aspectos positivos, sin embargo, nos hacen contemplar, a mi parecer, esa referencia de Caro: por de pronto, una cierta medida de asimilación de modos de comportamiento procedentes de fuera, reduciendo el cerrado casticismo que asfixiaba a la sociedad; además, unas formas de pensamiento, calificadas en aquel tiempo de filosofía, que penetraban por las puertas de la mentalidad española, por los novadores entreabiertas. Pero esto último, ciertamente, también contribuye a hacernos reconocer los aspectos negativos: el giro que toma el espíritu crítico, cuando, en torno a 1730, se desenvuelve y se aplica a la crítica de la situación del país. Es la gran batalla de Feijoo, de Macanaz, de Mayans, de Campillo, queriendo galvanizar el aspecto de aquella España a la que, entre 1725 y 1743, califican de "la España cadavérica".

A pesar de esto, en España, precisamente por el bajo nivel de que se partía, debido a la penosa herencia barroca y al agravamiento, e incluso, durante esos primeros quince años del nuevo siglo, a la paralización causada por la guerra, se produce, con aspectos francamente favorables, una segunda etapa de los novadores, cuando se vuelve a presentar una apertura a nuevas fuentes del pensamiento científico y filosófico, con más amplia y sistematizada asimilación del mismo, y eso sí, contradictoriamente con lo anterior, un endurecimiento en el terreno del pensamiento político y social que si parece mantiene la tradición barroca, no lo hace sin introducir una agravación que creo de interés poner de manifiesto. El centro de gravedad de esta etapa se coloca sobre 1720-1725. Y doy estas fechas porque esa segunda etapa de los novadores se solapa con la de la primera Ilustración, el comienzo de la cual de ordinario se fija también sobre 1726, fecha de la publicación del tomo primero del Teatro Crítico Universal de Feijoo (fecha que V. Peset preferiría retrasar en un año para hacerla coincidir con la aparición de la obra de Mayans Oración en que se exhorta a seguir la verdadera idea de la elocuencia española.

Hay algo que no ha sido advertido suficientemente y que en cuanto al tema que me ocupa, me interesa subrayar: en la obra de los escritores de una larga productividad -como Feijoo o como Mayans-, no tiene aquélla en todo momento el mismo carácter y no puede significar lo mismo al empezar que en plena madurez. El Feijoo del folleto sobre Martín Martínez o del primer volumen del "Teatro Crítico", como el Mayans de la carta desde Salamanca hablando del P. Tosca, responden a una línea intelectual en la que destaca todavía la herencia de los novadores, y aunque esta relación no dejará de darse a lo largo de la producción de uno y de otro, no cabe duda, a mi entender, de que el Feijoo [Pg. 53] que más adelante habla de Newton, así como el Mayans que recuerda a Copérnico o a Ticho-Brahe, presentan al llegar a esas fechas una significación mucho más amplia.

Si la primera etapa de los novadores conoció la penetración y difusión del cartesianismo, en esta otra etapa (en la que la producción científico-filosófica, aunque siga siendo modesta, es mucho más considerable), en Sevilla, en Valencia, en Madrid, se produce una cierta desviación de aquél y un auge del atomismo y de la filosofía de Maignan -que el P. Ceñal estudió tan interesantemente-. De todas las figuras del momento, ninguna tiene la relevancia del P. Tosca, que tan tempranamente despierta el entusiasmo del estudiante salmantino Mayans, que es elogiado por Feijoo desde el vol. I del Teatro Crítico, que Nebot, J. B. Berní, el P. Isla -en mi opinión, mucho más sinceramente de lo que se dice- estiman en tan gran medida, que Cadalso cita todavía como sabio geómetra. Esas aportaciones de la línea de los novadores, llegan en cierto modo hasta mediada la década de los cuarenta, en que se publica póstumamente el Ocaso de las formas aristotélicas de Mateo Zapata.

Mayans, sabido es de todos, publica en 1754 una segunda edición del Compendium philosophicum de Tosca, que unos años antes propone en una carta particular como texto de enseñanza de la Filosofía en las Universidades y que unos años después volverá a recomendar en su "Método" para la reforma universitaria. Yo creo que esto ofrece una significación histórica indudable. Ese P. Tosca, a pesar de su Compendio matemático, representa, con su entusiasmo por las observaciones sobre el mundo microfísico sirviéndose del microscopio, una victoria de la física sobre la geometría: con ello quiero decir, del newtonianismo sobre el cartesianismo. Algún pasaje de su obra lo atestigua. Pues bien, en tal sentido, Tosca sería un valioso enlace de la época de los novadores con la primera Ilustración. Esto mismo, desde el otro lado, representan, a mi entender, Mayans y Feijoo, en planos coincidentes en alguna medida, aunque en su mayor parte distintos: los tres marcan el paso de la etapa de los novadores a la primera ilustración. Y hay que anotar que, como uno y otro -de los dos últimos- empiezan a tocar temas directamente políticos cuando llevan ya algunos años escribiendo -Feijoo enfocándolos directamente, Mayans un tanto en escorzo, salvo excepción-, resultará que su pensamiento político se corresponderá plenamente con la fase de su obra respectiva que cabe calificar ya de ilustrada.

La diferencia de un Caramuel, y aun de un Corachán o de un Cabriada a un Tosca, a un M. Martínez o a un Mateo Zapata, puede no ser bastante para separar dos subperíodos; pero en el campo que aquí consideramos hay razones para introducir una cierta separación. Sólo que no se nos revela sino bajo un punto de vista que se aparta, por lo [Pg. 54] menos aparentemente, de lo que podría esperarse en el desenvolvimiento de un proceso intelectual que habría de llevar a la Ilustración. Y a mi parecer, esa diferencia está en que los escritores políticos que se pueden reunir en la primera fase, son los escolásticos en la línea jesuita, aunque parezcan mostrar otros aspectos, mientras que los escritores sobre los mismos temas, en el primer tercio del siglo ilustrado, aunque parezcan mantenerse en la tradición escolástica, su aportación, de escaso valor intelectual quizá, contribuye, muy al contrario de lo que aparenta, a preparar las bases en que se apoya el pensamiento ilustrado.

Esos escritores (cuyos nombres se pueden olvidar), extremando las tesis del absolutismo, dejaron preparado el terreno para los escritores de la fórmula que, no obstante, me atrevo a llamar liberalizante, del despotismo ilustrado. Se trata de un pelotón de escritores que teóricamente tienen poco interés, pero a los que el enfoque que me he propuesto mantener en este trabajo obliga a prestarles una iluminación que les proporcione relieve a nuestros ojos. Por unos instantes les sacaremos del olvido; he aquí algunos nombres y títulos: P. Juan de Haller y Quiñones, "Abecedario de Príncipes", 1713; doctor Fernando Calderón de la Barca, "Del sano consejo y eficaz auxilio en que todo vasallo, para ser leal, debe servir a su Rey y señor", 1715; fray Juan de Cabrera, "Crisis política que determina el más florido imperio y la mejor institución de príncipes y ministros", 1719; fray Ambrosio de Montanchez, "Avisos morales y políticos, para Príncipes, Eclesiásticos y Militares", 1721; Francisco A. de Castro, "Dios y mundo, theatro christiano y político", 1723; Saez de Zenzano, "Zelo español, católico, económico y político, con que... se demuestra el modo de hacer a la Monarquía española poderosísima", 1739 (BNM); P. Antonio de Cordorníu, "Indice de la philosophia moral christiano-política", 1746 (2.ª ed., Gerona, 1753); marqués de San Felipe, "Arte del remar", 1724 y "Monarchia hebrea", 1746; P. Alejandro Aguado, "Política española para el más proporcionado remedio de nuestra Monarquía", 1746; algunos más, con los que no merece la pena aumentar esta lista que ya va siendo excesiva. Esa fecha de 1746, con que termina la lista, es la misma (un año de diferencia) de aquella en que publican sus obras el doctor Zapata y también el doctor Piquer. En algunos terrenos el pensamiento parece dar un giro, emprendiendo francamente la dirección ilustrada; pero en el campo de la política, el hecho es más complejo y el cambio sólo se produce a través de una interna contradicción.

Cuando, en años de juventud, escribí mi primer libro, Teoría del Estado en España en el siglo XVII, advirtiendo que empleaba esa expresión "siglo XVII", no en un sentido meramente cronológico, sino como un concepto histórico de época, la "época del Barroco", caí en la cuenta de que muchos de los caracteres que yo me empleaba en precisar, [Pg. 55] traspasaban los linderos del 1700 y continuaban dándose en las primeras décadas del siglo siguiente. Visto así, el cambio de dinastía no significó un cambio demasiado profundo en la sociedad española, por lo menos de momento, de manera que, en cierto modo, el primer Borbón se diría más bien, un Austria someramente remozado. No sólo los menos que mediocres pintores o los medianos autores de comedias, cuya producción consumía el pueblo, siguieron proporcionando a éste obras construidas con los mismos elementos de los tiempos del barroco, aunque de baja calidad, sino que, si ascendemos en la pirámide social, seguimos encontrando supervivencias en gran número, eso sí, mezcladas o yuxtapuestas a novedades que, por otra parte, desde los años de gobierno del conde de Oropesa habían empezado a aparecer. De Felipe IV a Felipe V mucho parece incambiado, aunque sería un error creer que todo era igual, no sólo en lo que afectaba a la organización de la Administración, sino incluso a los estables aspectos de la mentalidad. Hay, sin embargo, una esfera de reflexión -cabe preguntarse si no es más, a veces, que mera sustitución de la función reflexiva por la simplísima reiteración de cuanto de atrás se ha recibido-, una esfera de reflexión, repito, sobre el mundo de las relaciones sociales, en la cual parece que la supervivencia, en una primera fase, se impone de tal manera sobre la innovación, que se diría todo permanece en la misma forma, en una no quebrada continuidad con respecto a la etapa precedente. Me refiero en este caso, al campo de la reflexión política, que se ocupa de los vínculos de mando y obediencia y del tejido legal e institucional en que aquéllas se desenvuelven. Atendiendo a este aspecto, quizá se podría hablar de un proceso de austrificación en los comienzos de la nueva dinastía. Un historiador creo que debe tener en cuenta la fuerza con que los colaboradores del nuevo rey Borbón mejor, toda la sociedad española de su alrededor, se mostraba todavía impregnada políticamente de creencias, mitos, supersticiones, quizá, entre todo esto, también alguna idea, que prolongaban su vigencia desde el siglo anterior. En todo ello hay poco de peculiar: si Luis XIV estaba muy lejos de ser ese modelo anticipado de despotismo ilustrado que pintara Voltaire, los reyes españoles no eran demasiado capaces de renovar los modos de gobierno. Y ya se sabe y más de una vez se ha afirmado, que la esfera de la mentalidad es aquella en que se producen los cambios con más lento ritmo.

Roger Labrousse construyó un sugestivo Essai sur la philosophie politique de l'ancienne Espagne (1937), aplicando un esquema bipartito reflejado en las dos partes del subtítulo de su obra: "Politique de la raison et politique de la foi": la primera sería la fórmula de los escolásticos del Renacimiento y de los jesuitas del Barroco, mientras que la segunda comprendería la aportación de los teólogos y moralistas de la segunda mitad del XVII y primera del XVIII. Frente a la neta posición [Pg. 56] diferenciadora de planos que llevó a los jesuitas (desde san Ignacio a Gracián) a verse acusados de averroísmo, nos encontramos después con el ejemplo de Aguado quien, si en un pasaje dice que la política tiene por objeto la honestidad de la vida común de los hombres, frase que parece anunciar la autonomía del mundo natural, poco antes ha escrito (y esto es lo suyo): "la verdadera política es una disposición de la naturaleza racional en vista de la vida cristiana bajo la dirección de las máximas evangélicas". Comenta Labrousse que no es una actitud nacida de anticipación nacionalista, de exaltación patriótica, la que inspira a los escritores que defienden la política de apoyo, de expansión y de obediencia a la religión y a la Iglesia; esto se considera como un ideal que debe ser y llegará a ser común a los pueblos de Europa y finalmente a todos los demás; no es manifestación de una virtud peculiarmente española, ajena a los pueblos extranjeros, sino resultado de las circunstancias dadas en España.

Y acaba haciendo esta recomendación: "si se quiere conocer en su pureza la filosofía política de un Antiguo Régimen, verdaderamente penetrado por el espíritu de la Iglesia romana, es a esos oscuros autores españoles, esa Francisco Garán, a Juan Cabrera, a Alejandro Aguado y a sus émulos, a quienes hay que pedirles la respuesta". No resulta aceptable esta conclusión, porque ha sido siempre la expresión "Antiguo Régimen" de muy escaso uso en España, y de irrelevante significado -me atrevo a sostener que también en Francia, por mucho que la autorizara Tocqueville- para la historiografía. Además, de los nombres citados en su obra por Labrousse, habría que separar en dos grupos los anteriores a 1700 y los posteriores a 1715. De estos últimos nos ocupamos aquí.

En la relación que he dejado hecha antes, de bibliografía política comprendida en los años del segundo episodio de los novadores, tan ajena al espíritu de éstos en sus bases culturales, hemos podido ver que en los títulos se enunciaba con frecuencia un planteamiento dual: cristiano y político. Recuerda inmediatamente esa dualidad, el título de las famosas Empresas de Saavedra Fajardo. En este último -con sentido, en principio, más moderno- aluden ambos términos a dos planos diferenciados: un Príncipe tiene que poseer, sin duda, las virtudes cristianas, pero no le basta con ellas; siguiendo el antecedente del valenciano Furió Ceriol, piensa que ha de tener vigorosamente las virtudes políticas. Ello quiere decir que las primeras, en modo alguno, absorben a las segundas. Pues bien, el matiz fideísta que extreman los escritores de las primeras décadas del XVIII a que me he referido, no deja de hacernos pensar que para ellos sí se produce esa absorción, y, en consecuencia, que la política se ha de mover dentro del ámbito de la religión. Nada más opuesto, en principio también, a lo que declaran [Pg. 57] en su ámbito los "novatores" filosófico-científicos que antes he recordado, incluso cuando colocan a la religión como una esfera suprema e intocable.

Aunque Juan de Cabrera, por ser de los de fecha más próxima al XVII, parte del recuerdo de doctrinas de Vitoria acerca del poder, sin embargo llega a insertar éste de tal manera en la esfera de lo divino, que altera, en mi opinión, fuertemente la naturaleza de ese poder. Más allá de la idea de una potestad originariamente puesta por Dios, más allá de la figura del príncipe como vicario o representante de Dios, para Cabrera el príncipe es imagen que lo representa, incluso físicamente, esto es, que lo hace visible, que compensa -nos dice- la ausencia sensible de Dios en tanto que oculta potestad suprema. La palabra "compensar" se encuentra en el texto del autor. Tan incorporado se halla el Príncipe al reino de la gracia, que se ofrece a sus súbditos en directa conexión con Dios mismo. De esta manera, el Estado, ordenación de la república, emanación del Príncipe, no cuerpo autónomo de comunidad, queda como una esfera intermedia, transpersonal. Si alguna vez dice que en el Príncipe coinciden interés público e interés privado, no quiere significar interés privado de los súbditos, sino del Príncipe, en el sentido de que ese interés privado queda como transustanciado en el interés público. Cabrera está muy lejos de creer en la posible armonía del interés público y los intereses privados; por tanto, hay que mantener un gobierno que domine el enfrentamiento de los segundos contra el primero -el cual pudiera llevar al predominio de los múltiples intereses particulares en su variedad confusa-. Si se diera el caso de imponerse un gobierno democrático, tendría que ser sustituido éste por una fórmula en la que se asegurase, más que la primacía, la absolutividad del interés público y general. Ello, nos dice, deriva de que el Estado, la sociedad política, está por encima de los individuos. Podemos concluir, pues, que en Cabrera, el Príncipe no posee la naturaleza del individuo humano, sino que la transciende y se coloca en una esfera intermedia.

Si siempre la escolástica tuvo una incuestionable inspiración transpersonalista o suprapersonalista (los aristotélicos llevaron siempre consigo, aunque a veces se olvide, la originaria impronta platónica), Cabrera -en forma que no aceptarían un Suárez, ni un Molina- agrava por esa vía la subordinación del individuo al cuerpo político y al poder.

Pasemos a otro autor. Montánchez, tras recoger inicialmente un eco de la doctrina vitoriana acerca del origen del poder, se aparta por completo de la misma, y sostiene que, aun partiendo como un mero supuesto de un originario acuerdo de la comunidad, en ningún caso podría ser tocado después y llega a afirmar una tesis, con objeto de extremar la posición de sumisión del individuo, que me parece en pugna con toda la tradición que hasta la teología barroca se mantuvo. Según Montánchez, [Pg. 58] "la naturaleza no ha constituido al hombre libre e independiente, hasta el punto de obligarle a conservar siempre esa libertad". Su sumisión, pues, es irremisible y el absolutismo del poder llega a alcanzar en este autor una cota altísima. Para Montánchez, si la naturaleza no permite al hombre tocar en la ordenación del poder y lo destina a sumisión, resulta en cambio que "el príncipe y la monarquía podrán de común acuerdo, alterar, moderar o completamente rescindir toda ley fundamental, incluso aunque sea relativa a la sucesión real, si consideran que esta medida favorece al bien común y la conservación de la paz". Resulta, en consecuencia, que el príncipe queda fuera del plano de la naturaleza, colocado por encima, directamente vinculado al poder divino.

Y no es ya solamente que el rey esté puesto en persona por Dios, al modo como algunos escolásticos sostuvieron, en pleno XVII y a gran distancia de la línea Suárez-Arriaga, sino que está puesto para ejercer una tarea, la política, que más que natural es religiosa. Considerándolo así, Vicente Bacallar, marqués de san Felipe tronará diciendo: que la primera obligación del Príncipe consiste en robustecer los sentimientos religiosos; por tanto, el Príncipe debe vigilar esos sentimientos y extirpar los vicios que los desvíen, a fin de mantener la pureza de la religión. En consecuencia, es el suyo una especie de sacerdocio temporal: con tal significación se les aplica la unción (y no tiene en cuenta con ello, el marqués de San Felipe, en su Monarquía hebrea, que para España no servía esa referencia, puesto que no había unción). En esto, creo yo que se puede ver la estampa de la situación del momento, referida a cierto grupo social influyente, mezclada de ignorancia en el terreno doctrinal, de superstición y de absolutismo monárquico-clerical, unido a la ardiente defensa de la Inquisición. Los grupos que rodeaban al monarca ostentaban todavía esta posición en los años de Felipe V, muy a diferencia de la renovación cultural y científica que empezaba en otros medios, como hemos visto, dentro del espacio peninsular.

Con tal línea de pensamiento ofrece plena coincidencia la que en su obra expone el Padre Alejandro Aguado. Su interés se concentra fundamentalmente en hacer constar que, aunque sea una ciencia humana, la Política no es un conocimiento de hechos de observación sensible y de relaciones sociales que acontezcan en la esfera de lo natural, sino de reglas morales que dirigen las costumbres, por lo que, en consecuencia y conforme a su dictamen, está próxima y depende de las Ciencias Sagradas. Aunque formalmente no sea así, moralmente está enlazada y depende de la Religión. Con ello se ve que en Aguado, de la Escolástica tradicional, tanto tomista como suarecista, tan sólo queda un residuo inoperante y que en él el concepto de "razón natural" apenas tiene contenido. El término "razón", que alguna rara vez maneja, ni es escolástico, ni, mucho menos, claro está, ilustrado. Algo semejante sucede [Pg. 59] con el tema de la "felicidad", un objetivo del que nos advierte sólo puede buscarse siguiendo las leyes evangélicas. Estamos ante una concepción divinizada del orden político, orden mantenido por Dios mismo. Una vez más, aquí cabe hacerse una cuestión -como podía haber sido planteado ya en los precedentes autores- acerca de si no hay una posible y difusa influencia de lo que desde Arquillière se llama "agustinismo político", aunque, si no fuera por no incurrir en lo que de audaz tendría tal calificación, yo diría más bien que cabría hablar de un trivial aristotelismo sacralizado. Para Aguado, volviendo brevemente a la línea que nos importa de su doctrina, el rey es una imagen analógica de Dios. Lo que no comprendo es cómo Labrousse pudo afirmar que esa obra representa "una defensa del sistema nacional [habría que empezar por precisar: de lo que Aguado pretendía fuera el sistema de la Monarquía hispánica] contra la primera ola ofensiva racionalista, de manera -continúa Labrousse- que el autor se ve obligado a profundizar su posición y a buscar en qué difería esencialmente de la de sus enemigos". Lo cierto es que Aguado ignora y -según la conocida conexión que denuncia el verso machadiano- desprecia la filosofía de su tiempo, la cual bastantes de sus contemporáneos españoles conocían, y se puede decir que correctamente: si Aguado habla de una filosofía que reduce toda cosa a una fortuita combinación de átomos, no cita más que a Epicuro; si se refiere a una filosofía sensualista, salen a relucir los nombres de Lucrecio y Maquiavelo. No creo haber leído nunca en sus páginas los nombres de Descartes o Gassendi, de Hobbes o Locke, de Copérnico o Newton, dejando aparte el de Hobbes, que circulaban ya en la España de su tiempo.

Hay un autor en el que hemos de fijarnos todavía porque nos introduce en una temática imprescindible para nuestro planteamiento: el Padre Codorníu, autor de una Filosofía moral cristiano-política que se estaba leyendo en los años en que publicaban las suyas Mayans y Piquer. Codorníu tiene un panorama más amplio, pero, como el mismo título indica -recuérdese lo que antes hemos dicho al respecto- la dualidad de los adjetivos "cristiana y política" se resuelve no en un enlazamiento, sino en una absorción del segundo plano por el primero. Él sabe que la Filosofía moral se despliega en varios sectores y propone, en consecuencia al lector: "advierte la trabazón hermosa con que estas tres partes componen nuestra filosofía moral, o la Instrucción y formación del hombre cristiano-político. Bueno para sí en virtuosas costumbres y loables acciones: lo que de derecho toca a la Moral. Útil para los demás en la custodia, cuenta y reparto de los bienes y frutos: lo que pertenece a la Economía. Y fiel con la justicia, dando a cada uno, sin excepción, lo que fuere suyo o se proporcionare con él: que es propio de la Política". Dejemos de lado la ausencia de un sentido moderno del [Pg. 60] término "economía", que para él, conforme a la tradición del léxico aristotélico, significa la ciencia de la administración doméstica. Observemos que hasta tal punto está ligada esa moral a la religión que, para él, partiendo del plano de la fe, se deducen las virtudes de cada estado y muy especialmente de la nobleza, creación divina como toda la esfera política. Ello le permite preguntarse: "¿Cómo podemos creer irreconciliable la Virtud con lo más selecto del mundo civil, sin acusar de injusta a la Providencia, de villano al cristianismo, y de mentirosa en todos los siglos a la más cierta Historia?"; esa armonía que postula, le permite formar la figura del "noble", que él ampliamente va a exponer con el apoyo de los Libros Sagrados y alguna referencia subsidiaria a la filosofía moral tradicional, aunque esto último sólo aparezca subsidiariamente.

Codorníu no tiene empacho en llegar a declarar: "Yo venero a los nobles, con toda la sumisión a que me obliga lo eminente y esclarecido de su carácter. La Providencia los distinguió de los demás y nuestra observancia debe también distinguirlos en la atención. Antes bien, entre los errores del impío Maquiavelo, detesto, como muy grosero y bárbaro, su desacato y atrevida aversión a la nobleza". Esa nobleza es "lo más selecto del mundo civil" y pienso que, al presentarla bajo esta fórmula lo que hace es lo contrario de lo que a primera vista parece: hacerla más flexible como grupo, hacerla más fácilmente compartida. Ese "hombre de bien" que él propone como meta de la felicidad, lo define en estos términos: "el hombre virtuoso, sabio, noble, honrado y rico". Probablemente, muchos burócratas distinguidos al servicio de la Monarquía ilustrada y hasta escritores con figura de filósofos, se considerarían comprendidos en esta definición, si bien no aceptarían las premisas en que la funda el autor. No cabe duda de que entre una y otras hay un claro desplazamiento.

También el marqués de San Felipe, a quien antes me referí, después de realzar la majestad real, no deja de aconsejar a quien en términos tan absolutos la asume que, de todos modos, "la pluralidad de votos (quiere decir: un considerable número, no exactamente el mayor número) de los hombres que llamamos de bien, debe siempre prevalecer". San Felipe nos guarda, en el brevísimo, insignificante escrito en que inserta esta recomendación, "Arte del reinar", dos notables sorpresas: la primera es que apoya esas palabras en la autoridad de "aquel gran político Tomás Moro", y la segunda que como ejemplos de esa manera de gobernar que quiere presentar aduce el del rey Luis XIV de Francia, del rey Carlos XII de Suecia y de Pedro, zar de Moscovia. Esto último nos hace advertir que la galería de figuras ejemplares, una y otra vez sacada a relucir por los escritores del posterior despotismo ilustrado, estaba ya seleccionada, mucho antes de lo que suponíamos. Ese minúsculo, pero [Pg. 61] un tanto sorprendente "Arte del reinar" está dedicado a Luis I siendo rey, y sabido es que su reinado tan sólo duró unos meses del año 1724. Desde muy pronto, pues, incluso en escritores cerradamente absolutistas, alguna anticipación se alcanzaba del ulterior pensamiento político ilustrado.

Esa mención de los tres reyes admirados como gobernantes conforme a una nueva manera de entender la función de la soberanía o de la majestad, es un dato, más que curioso, significativo. Mientras los escritores de la primera Ilustración empezaban a hacer pública su reflexión política, esos autores del grupo a que me acabo de referir, a pesar de sus limitaciones y de su cerrado tradicionalismo, en alguna medida ayudaron a promover el paso del absolutismo monárquico al despotismo ilustrado.

Ellos representan en la fase final de la Monarquía absoluta incontestada, un último y eficaz aporte para la construcción de un monolito de poder como el que representan los reyes del siglo XVIII. He dicho eficaz porque todavía a fines del XVIII, entre un grupo poco conocido de escritores que vulgarizan las tesis del despotismo ilustrado se encuentran pasajes que repiten conceptos leídos sin duda en estos autores de que he hablado y que llevan los términos del despotismo -"despoticismo" lo llamaba Codorníu- a extremos que no se alcanzarían en el conde de Peñaflorida o en Romá y Rosell o en Olavide. Me refiero a ejemplos como el del catalán Mujal y de Gibert, profesor en la Universidad de Cervera, o el de López de Oliver, profesor en la de Valladolid. Tan sólo los que, más tarde, renuevan la teorización sobre el absolutismo, en torno a la revolución frustrada que se desenvolvió unida a la Guerra de la Independencia, superarán ese precedente nivel, al paso que, sin duda, darán mayor rigor a la doctrina.

Esos escritores del absolutismo, en la primera mitad del XVIII que me he detenido en recordar, preparan la formación de una insuperable unidad de poder que en cierto modo niega los propios planteamientos de aquéllos. A fuerza de fundir el orden político -y, con él, su centro originario e incontrastable de poder- con la religión, resulta que, como el poder político es el que se hace visible a todos, el que en todo momento gravita sobre la gente, el que actúa a toda hora, se da lugar a una situación en la que será el príncipe que lo tiene en su mano, el verdadero beneficiado de aquella fusión y el que asuma a su favor la fuerza social de la religión. ¿No hemos visto antes ya afirmar que la presencia del rey "compensa" de la ausencia por invisible de Dios? Desde esa posición, la apelación a la Iglesia romana queda bastante alejada, lo que puede comprobarse en las páginas mismas de los libros que he citado, y, aunque quizá en menos medida, también se observa así incluso en los escritores jesuitas, cada vez más olvidados de sus [Pg. 62] grandes pensadores de un siglo atrás. Finalmente, con una confusa intuición, ya alcanzada en siglos anteriores, estos escritores recogen la consideración de que no hay organización de poder, por monolítico que aparezca, que no cuente con una colaboración oligárquica. A ello responde la defensa calurosa que hacen de la nobleza; pero como de ésta no se puede ya presentar como base legitimadora una función guerrera, se intentará realzar su papel cultural. Frente al hombre de valor, el hombre de bien. Ello constituye un aspecto más importante de lo que pueda parecer: baste recordar que una concepción semejante se encuentra, como una pieza necesaria del modelo de sociedad que ofrece, en Voltaire. El hombre de bien será un ilustrado, e inversamente, el ilustrado será un hombre de bien. Es significativo que Codorníu, quien contribuye más que ningún otro a aclarar el puesto de este grupo oligárquico, recomiende a los nobles -como también lo hace, en algún modo, Aguado- se dediquen al estudio, indicándoles que entre sus conocimientos debe figurar un saber muy discutido y de actualidad en la época, la Astronomía, a cuyo efecto les propone la obra de Ticho-Brahe.

* * *

Queda de esta manera preparado el terreno para que puedan concebir su amplío y renovador programa los escritores que empiezan y llevan a cabo una buena parte de su labor en el segundo cuarto del siglo XVIII, desde 1720-25 hasta pasada la mitad del siglo, aunque algunos de ellos llenarán también el tercer cuarto de la centuria, como Feijoo y Mayans. El contenido intelectual de su obra, así como sus fuentes bibliográficas, sus temas, sus formas literarias, el público al que se dirigen, varían mucho de sus predecesores en el campo de la reflexión política, aunque varíen también entre ellos mismos. Es enteramente otra su imagen, aunque recojan de atrás la construcción del aparato de poder, que a través de sus elaboraciones, más o menos sistemáticas, modernizarán, perfeccionarán, tratando de acoplarlo a una estructura social -tanto civil como eclesiástica- reformada. Y harán así posible el programa de aplicaciones de ese mecanismo, el cual se desarrolla por Campomanes y sus contemporáneos (y me refiero en este caso a una más estricta contemporaneidad horizontai, como se ha llamado, es decir, a gentes, poco más o menos de su edad: los que empiezan algo después de 1750). Pero antes es preciso ocuparse de esos que, siendo ya ilustrados, son las figuras de la Primera Ilustración, aunque cada uno lo sea en medida y con matices propios, dentro de lo cual a mí me interesan en tanto que plenamente o que lateralmente se ocuparon, aparte siempre de otras materias, en la reflexión política. Me refiero a Macanaz, Mayans, Feijoo, Campillo, a los que se pueden unir bastantes nombres más como Uztariz, Argumosa, Zavala, Ensenada, Ulloa, Burriel, etc., etc.

[Pg. 63]

No trato -creo que ello es obvio, con todo lo que va dicho- de presentar en ese nivel cronológico una versión de ruptura históricocultural. Sería una tesis insostenible en relación a Europa entera. En obra diferente de la que antes aludí, el propio Matthews Anderson, se preguntaba recientemente si había que interpretar la Ilustración (que él emplaza entre 1715 y 1789, con un criterio demasiado restrictivo), bien como un nuevo punto de partida o como una fecundante renovación por el pasado (Historians and Eighteenth Century Europe -Oxford, 1979). Aduce el testimonio de muchos historiadores y es de observar que los de fechas ya más alejadas de hoy estaban por la primera solución, mientras que en general los más próximos a nuestros días optan por la segunda. En Francia, L. Goldmann o R. Mousnier están en este segundo caso; en Italia, F. Venturi, quien afirma el lazo con los pensadores de la primera parte del siglo XVII (Sarpi, Campanella, Galileo); en Inglaterra, Becker e incluso Trevor Roper se remontan al legado medieval; en España, Desfourneaux e Iris Zavala, ocupándose en sendos trabajos de la cuestión, han destacado la dualidad de corrientes. Yo creo que esto -me refiero al doble juego de supervivencias e innovaciones-, se da en el proceso histórico de cualquier época y así lo dije en otras ocasiones, aunque hay que reconocer que, de uno y otro lado, las diferencias toman especial fuerza hacia mediados del XVIII. El tema tiene entre nosotros gran interés y así se aprecia en el importante estudio de A. Mestre sobre Mayans. Mestre presenta el factor de la que llama muy apropiadamente "herencia hispánica", como uno de los caracteres del grupo ilustrado valenciano. Iniciado este aspecto en el deán Martí, alcanza sin duda en Mayans su más pleno desarrollo. Probablemente, desde aquí se transmite su influencia a otros grupos, y, dejando aparte aquellas manifestaciones que se deben a iniciativa oficial, de ello procede en Madrid y aun en Valladolid, el interés que inspira un buen número de nuevas ediciones de autores de los siglos XVI y XVII. Cabría hacer una distinción: en Valencia, bajo el impulso personalísimo de Mayans y siguiendo sus preferencias, las reediciones son de obras literarias, históricas o filosóficas; en el grupo castellano, de obras políticas y económicas.

En Mayans predomina, explícitamente dicho por él, la mirada al pasado -comprendiendo la herencia hispana y la clásica-, aunque sea, y él nos lo confiese por su cuenta, para procurar la reforma de una nueva época. He aquí una declaración notable que recojo de una carta citada por Vicente Peset: "Unos aborrecen la antigüedad, otros la novedad o lo nuevamente inventado. Me parece que aquélla es muy respetable, y las nuevas invenciones muy loables. Y los que solamente alaban lo nuevo, veo que no imitan a los Príncipes de las Filosofías modernas, hombres muy versados en la Antigüedad". Ya en fecha anterior -en [Pg. 64] aprobación de la obra de Ximeno, Escritores del Reino de Valencia, 1747- al hacer el elogio de la escuela de médicos hipocráticos que tanto honraron a la Universidad de Valencia, dice "que no quiero llamar moderna [a dicha escuela] por no defraudar a la Antigüedad de su bien merecida fama". Pero en esta cuestión el texto más revelador es el de algún pasaje de lo escrito con motivo de su divergencia con Piquer y con Nebot, en relación con el título de la Física moderna publicada por el primero de estos dos: "por eso soy de parecer que a la Física se le quite el epíteto de moderna (...). Señáleme Vm. un principio en toda esta Física desconocido de la Antigüedad". En el fondo, por detrás de la obra de Piquer, Mayans se dirigía contra la Física cartesiana, una filosofía que "así en lo físico, como en lo intelectual, es sistemática y poco apreciable". Nebot, ante estimaciones semejantes, no se había contenido y contestó en su momento a Mayans que él estaba con Descartes frente a sus impugnadores, porque Descartes había tratado muchas cosas de las que los antiguos no tenían noción. Las eruditas notas de V. Peset nos han dado a conocer este episodio, de cuya documentación epistolar hoy disponemos en el volumen de correspondencia entre Mayans y Nebot, ahora ya publicada.

Nebot le dice también en otra ocasión que se ocupa y habla demasiado de Aristóteles. Pero lo que hay que advertir es que se trata del texto y de la lectura interpretativa de Aristóteles, estudiado, criticado, asimilado, por los modernos. Para Mayans éste, a quien considera el más grande autor de Lógica, pertenece al mundo de los antiguos, cuyo mensaje, pues, hay que estudiar con máxima atención -lo que no quiere decir seguirle-; de ningún modo, al mundo de los escolásticos, frente a los que él se afana tanto por verse diferenciado.

Sólo considerándolo así se hace comprensible una estimación de Mayans que me interesa mucho destacar, porque está en la base de sus ideas políticas y sociales. Es sabido que el siglo XVIII produjo sobre sí mismo muchas apologías, como la que figura en los Éléments de Philosophie de d'Alembert, o en el artículo "Encyclopédie" de Diderot, aparecido en la propia Enciclopedia. Pues bien, entre los mantenedores de una enaltecedora opinión sobre la época del presente que vivían, cuando empezaba, figura ya Mayans, quien, dirigiéndose al rey Felipe V, le hace observar cómo se ha avanzado "habiéndose ilustrado tanto todas las artes y ciencias". Y en la temprana fecha -en que redacta su Oración piensa que "las ciencias en Europa llegaron ya a mayor auge que nunca. Todas tuvieron sus veces. Todas nos dejaron sus ideas en varios siglos, para que fuese el nuestro más sabio (...) de suerte que en nuestra edad se manifiestan la Naturaleza y los progresos de la sabiduría humana". Mas si es posible llegar a esto, es porque en Mayans existe siempre [Pg. 65] una muy positiva, aunque también muy medida estimación de la novedad, expresada en el prefacio a Juan Bautista Berní y que se vuelve a manifestar en un texto tardío, la Idea de un nuevo Método para la enseñanza en la Universidad; pero, ante todo, porque Mayans sigue (y en tanto que lo sigue) un camino que en 1734 señala con cierto atrevimiento al ministro Patiño: si la filosofía -y tengamos en cuenta el amplio espectro que comprende en la época esta palabra- es una ciencia que pide larga contemplación y experiencia, necesita no menos libertad en profesarla, esto es, no tener que atenerse por imposición a ninguna escuela, y tan sólo guiarse por libre investigación. Como hiciera ya expresamente alguno de los novadores en su momento -en realidad, para todos ellos, es el frente generalizado de su combate, contra la Escuela, identifican como aristotelismo, muy diferentemente del más riguroso criterio en este punto de Mayans- postula éste la libertad filosófica, concepto que, bajo una formulación parcial, significa la primera forma de reivindicación de la libertad de pensamiento. Tal iba a ser una de las batallas a librar por Mayans, con evidente transfondo político, porque, como ha dicho F. Lopez, por debajo de esa reclamación, los partidarios de la tradición social y de su ideología inmovilista, vieron el primer paso para la constitución de una fuerza social que en el futuro les sería difícil de vencer si la dejaban crecer. En uno de sus primeros escritos salmantinos, Mayans lanza un reto que ha recordado Mestre: "Ego cum veritate adversus omnes". Es cierto que el concepto de verdad no es, sin más, ilustrado, sino que lo reivindica cualquiera forma de pensamiento en la que no predomine de alguna manera un relativismo; lo que puede ser ilustrado es el camino, el método hacia la verdad. Y esa vía ilustrada es la libertad de la ciencia que anhela Mayans, entendiéndola imprescindible: un texto revelador es el pasaje de su carta al nuncio E. Enríquez (1751), motivada por su continuada campaña contra los infundios de la venida de Santiago a España, los falsos cronicones, los plomos del Sacromonte. Con triste consideración sobre la turbia defensa que otros hacen de tan patentes falsificaciones, Mayans exclama: "y así este combate toca a los extranjeros hasta que habiendo menos ignorancia y más libertad, puedan los españoles escribir lo que sienten"; "los españoles -piensa él-, no podemos hablar en público en este asunto", sólo les cabe poner de manifiesto tales falsedades indirectamente. Es una queja igual y expresada en términos parecidísimos, a las que todavía se escucharán en palabras de Jovellanos o Moratín. Mayans se siente con razón irritado, a pesar de que tanto cuide mantenerse sereno y mesurado, a la vez que deja a salvo sus creencias: "en España hay un celo excesivo en prohibir muchos libros de hombres eruditísimos que expurgados pudieran ser muy provechosos". Lo que implica a su vez, como es comprensible, una prudente aceptación de una censura [Pg. 66] limitada, contra la que esos primeros ilustrados no se atreverán a arremeter en sus representantes oficiales.

El siglo XVIII pone de manifiesto su interés por estos combates de la libertad científica, en la importancia grande que otorga a una actividad intelectual, a la cual designa con un término de difusión reciente: la Crítica. Esa exaltación de la libertad de la Crítica, exaltada por Mayans, parece adelantarse, como anticipada respuesta negativa, a la pregunta que ya se hiciera Voltaire y que años más tarde d'Alembert, a través del propio rey Federico II, insistió para que fuera anunciada por la Academia de Berlín, como tema para un concurso público; ese anuncio, hecho en lengua francesa, preguntaba "Est-il utile de tromper le peuple?" En 1780, el premio se concedió a un oscuro escritor francés que contestó afirmativamente; Mayans hubiera pensado siempre lo contrario, y fundo esto en que a una explícita declaración de una actitud en tal sentido responde la carta en que se defiende de la torpe acusación de antiespañolismo con el argumento de que más es defender y trabajar por España denunciar el error y el abandono, que no engañar silenciando lo que está mal y aun pretendiendo hacer creer a las gentes que todo va bien. Es el mismo planteamiento de Macanaz, de Campillo, de Romá y Rosell, de otros muchos. Del último citado recordaré, por menos conocido, el pasaje en que se pregunta si no nos han hecho más daño los propios nacionales, difundiendo la fatuidad, que los extranjeros con sus sátiras.

Toda esta Crítica, que tanto se aplica a la erudición libresca como a los males del país, tiene un transfondo político, y ello explica el rechazo contra el severo e insobornable crítico que era Mayans, por parte de sus compañeros en la Biblioteca real. La información que nos dio Otero Pedrayo nos hace saber que de allí salió también una malintencionada colaboración con Mañer en su ataque contra Feijoo. En definitiva, y cualquiera que fuesen sus desavenencias, son Feijoo y Mayans, los dos más grandes críticos de la primera Ilustración en España. Como a Mayans otros, también a Feijoo lo atacará Soto Marne de "antiespañol".

En su tiempo un gran amigo de Mayans -del que uno llega a pensar si no jugó un papel de instigador en el enfrentamiento con Feijoo-, el editor Bordázar, escribió al ya famoso erudito, cuyo nombre se había hecho tan internacional: "¿Qué delito es en Vm. que tiene la misma y tal vez más antigua profesión de crítico, haber tomado el rumbo más alto, esto es, que como aquél tomó el de desengañador del vulgo de los ignorantes, Vm. haya tomado el de desengañador de los sabios; que si aquél quiere desterrar los errores vulgares, que Vm. intente extinguir los errores no vulgares; que si aquél quiere tratar aun con los poco leídos, que Vm. hable sólo con los literatos?" Pero esta era una distinción falsamente planteada; los públicos de uno y otro crítico no se separaban según tal criterio. El monje de la severa celda ovetense, incapaz de [Pg. 67] adaptarse a Madrid, de donde escapa tras fugaz visita, temeroso de la Inquisición, según confiesa en alguna de sus cartas particulares, hostigado por más de medio centenar de impugnadores -según la cuenta de J. Castanón-, elegía combatir errores y creencias supersticiosas sobre el mundo natural, de muchas de las cuales participaban catedráticos de Salamanca y de otras Universidades; el "generós" del tranquilo y fecundo retiro de Oliva, que abandonó Madrid para dedicarse a enaltecer en forma depuradamente crítica "las cosas de España", perseguido por este motivo en virtud de órdenes del más alto Consejo de la Monarquía y del fraile cardenal que lo presidía, polemista y batallador en defensa de sus tesis educativas, históricas, filosóficas, jurídicas, religiosas, que se confiesa admirador del un día famoso Pedro Ciruelo, "impugnador acérrimo de las supersticiones del vulgo", sabe que entre cardenales y bibliotecarios, entre académicos e investigadores, no hay por qué descartar la calificación de vulgo. Y ambos críticos enuncian, respecto al planteamiento de su labor, la diferencia: el monje del convento ovetense, encargado de explicar en él Teología, respondía, desde una de sus Cartas eruditas, a quienes le sugerían se ocupara de otros temas distintos de los que solían habitualmente mover su combativa pluma: "aún resta mucho terreno que desmontar en España", "mucha maleza que desmontar en España", y si se dedicara, contesta él (cosa que le sería, añade, mucho más descansada), a escribir de Teología "¿qué provecho sacaría de esto el público?, ¿qué fruto resultaría a España?, ciertamente ninguno"; lo que necesita el pueblo es superar su ignorancia sobre tantas cuestiones naturales que no le deja avanzar, cuestiones tan ligadas a conocimientos científicos y técnicos que son los que se necesitan. Y el exquisito humanista de Oliva, desde la "aurea mediocritas" de su casa familiar, trata, en cambio, de coronar su esfuerzo crítico, ayudando a una depurada repristinación de la religión. En carta al duque de Huéscar (1746), escribe: "Todo estudio que no se endereza al más perfecto conocimiento de la verdadera religión y a su más exacta observancia, que consiste en la enmienda de la vida y en la mejoría de las costumbres, es inútil y pernicioso. La Teología, pues, y la Filosofía Moral deben ser nuestros principales estudios". Desde muy pronto, a la obsesiva preocupación que Mayans sentía por el mal que a la nación y a la religión producían las falsas leyendas y la ignorancia, se une un cuidado no menos grave: el avance del materialismo. Acusa de ello a los individuos de los Parlamentos de Francia; a los escritores franceses; llega a acusar también a quien había sido su gran amigo, el doctor Piquer, y ya en años avanzados le escribe angustiadamente al Padre Burriel: "Estos días estaba considerando el miserable estado en que han puesto al mundo el materialismo y ateísmo (...) Los hombres de mayor lectura de Europa profesan esta diabólica enseñanza, en Inglaterra, Francia, Holanda, Alemania, [Pg. 68] y aun Italia, y no quiero pasar adelante (...) y en toda Europa, donde se ven sistemas de hombres abominables; pero al mismo tiempo, quiera Dios que salgan obras de utilísima doctrina".

En mi opinión fue una grave equivocación la de Morel-Fatio al afirmar que Mayans "preconiza reformas, cambios, pero permanece tradicionalista". Aplica, a mi modo de ver, una vía de reforma que entraña una transformación de la misma religión: una reforma aplicando la crítica racional, el estudio científico del dato, del documento -por ejemplo, empleando el cálculo de los eclipses- y de esa manera se llegará a repristinar, a purificar los contenidos que circulan vulgarmente de la religión (y ese vulgo comprende, por ejemplo, insisto en ello, cardenales, como Pedro de Castro que auspició la defensa de los fraudulentos plomos de Granada, o Molina, que, desde la presidencia del Consejo pretende cortar toda crítica que se dirija contra la burda leyenda de la venida del Apóstol). Una vez se lleve a cabo esa crítica, al volver al contenido puro del mensaje religioso, volverá a ser posible la máxima del pensamiento teológico: fides quaerens intellectum. Él no la menciona nunca, pero ella inspira el pasaje antes citado de la carta al duque de Huéscar y alguna parte de su plan de reforma de los estudios universitarios. Tiene razón Lopez cuando sostiene que la diferencia entre el plan de Olavide y el de Mayans, está en que mientras en aquél la Teología es una rama facultativa más entre otras, en el segundo se le otorga una prioridad indiscutida y fundante.

Visto así cabe hablar con pleno sentido, de acuerdo con A. Mestre, de un erasmismo cristiano ilustrado. Ese programa inspira a Mayans, usando de sus estudios de jurista, a iniciarse hacia la fórmula del despotismo ilustrado que, como hemos visto, estaba preparada ya de antes, que sus coetáneos de grupo colaborarán en encontrar, procediendo cada uno por su parte. Cada uno de ellos lleva su camino y busca críticamente su meta, aunque en buena parte coinciden todos -por ejemplo, en la enemiga a los frailes y en la pretensión de cortar el poder clerical-, pero cada uno, además, aplica a un sector de reformas que especialmente le interesa -la educación, la ciencia, la economía, la estructura social, etc.- ese instrumento al que todos, en último término, acuden el poder insuperable de un príncipe ilustrado (como breve divagación añadiré que de ese erasmismo que insufla a Mayans sus soluciones político-sociales, yo creo que el modelo más próximo se encuentra en los "Discursos" de Alonso de Valdés: cuando éste asegura que con tener un Emperador preparado para ello, la reforma de la Iglesia -y esa reforma, en uno y otro caso, en el XVI y en el XVIII, no deja de afectar al contenido dogmático- tiene asegurada su realización).

Claro está que Mayans no habla nunca de despotismo ilustrado -ni él ni nadie, en el XVIII- y que la palabra despotismo aplicada a una [Pg. 69] idea nueva de gobierno, no aparece hasta los fisiócratas franceses tardíos como La Mercier de la Rivière. Pero el esquema conceptual básico, al modo que resulta mucho más general en el siglo XVIII de lo que algunos admiten, está bien claro, en el pensamiento de Mayans, concebido como solución reformadora propia de la situación histórica.

Cabría extenderse mucho más, pero tan sólo veamos algunos textos que gracias a los buenos trabajos recientes hoy nos son accesibles con facilidad. En uno de ellos recuerda Mayans: "El deán Martí decía que yo intentaba una cosa imposible, pretendiendo introducir el buen gusto en España. Decía él que esto no se puede lograr sin autoridad real para oponerse a los frailes, que según su parecer son sica bonarum artium" (carta de 1758). Y tengamos en cuenta que el buen gusto no es cosa banal en el XVIII, sino la parte visible, pero con hondas raíces, de una sociedad reformada.

Sirviéndose de la misma fórmula, el gran erudito de Oliva sostiene que para reducir el número abusivo del clero regular y, de paso, para poder llevar a cabo su reforma -dos cuestiones que afectan gravemente a la sociedad política- hay que acudir necesariamente a la autoridad real, y hay que establecer contra las pretendidas inmunidades de la "frailería" -el término es suyo, en otra de sus epístolas- reivindicándolos en su plenitud los derechos de la jurisdicción real. Mayans piensa en una potestad real que no pueda ser resistida, pues, por instancias eclesiásticas. Siempre refiriéndome a la esfera eclesiástica -que es, como ya he dicho, la que suscita en el autor estas formulaciones políticas-, insiste en que para la deseada reforma, no hay más remedio que reconocer en el rey el derecho a nombramientos para beneficios, para elección de obispos, para la reforma de los estudios (y esto último, que alcanza a penetrar en las ciencias, tiene su gravedad). Hay un pasaje de una carta al doctor Nebot (1752) en donde la doctrina aparece más claramente formulada: "La cuestión de retención de bulas es dificultosa. En ella no ha de buscar Vm. extensión de ley positiva, sino si tiene lugar o no la potestad real. Y esto se ha de decidir por unos principios incontrastables que iremos sentando. El príncipe tiene absoluta potestad en lo temporal. Nadie puede quitarle el uso de esta potestad. A esta potestad puede acudir cualquier vasallo, si se trata de algún asunto temporal. El príncipe es protector de la Sagrada Escritura. El príncipe es protector de las Tradiciones Apostólicas. El príncipe es protector de los Concilios Ecuménicos. El príncipe es protector de la disciplina eclesiástica. El príncipe es protector de los Sagrados Cánones, esto es, de los Cánones fundados en razón, porque hay muchos que no la tienen. Si algún tribunal eclesiástico quiere violar estas leyes o derechos, sale el príncipe como protector. Y esto no tiene duda. Pongamos el caso en que el tribunal eclesiástico quiere hacer fuerza sin razón. Esto es cosa temporal.

[Pg. 70]

Si el vasallo, pues, recurre al príncipe, le protegerá el príncipe." El regalísmo que Mestre invoca se transforma aquí en una doctrina jurídico-política, de absoluta superioridad del poder real (ya muy próxima a formulaciones que se darán en Campomanes, en J. F. de Castro, en Juan de Salas, hasta en los primeros escritos de Jovellanos que entran de lleno en el cuadro de doctrina regalista a que aquí vengo aludiendo). Las "Observaciones al Concordato" que Valladares publicó (tomos XXV y XXVI de su "Semanario Erudito"), se mantienen, como no podían ser menos, en esa línea un tanto iracundamente regalista.

Ante la insuficiencia del estado cultural de España, entre Mayans y Martí se habían cruzado ya estos conceptos: "No es éste daño que pueda remediarse a gritos. Es el príncipe solo quien puede ocurrir al exterminio de todas las letras, mandando el método de las escuelas y llamando extranjeros y cerrando la boca a los frailes que son la sica bonarum artium". Esto había sido escrito en 1737, desde Alicante; pero, además, unos años después, pensando en que las cosas no han mejorado, Mayans escribe a A. Sales, en 1743 (no cabe duda de que el monarquismo de Mayans se sobrepuso a todo resentimiento en frase como la que sigue y en otras que dedica a Felipe V): "el rey todavía no está informado de lo que pasa, si lo supiera ya no se trataría de esto porque es el príncipe más sabio que tiene Europa y que ha logrado España". Es para sospechar que el austracismo de Mayans había quedado muy atrás.

Coincido, pues, plenamente con A. Mestre cuando no vacila en incluir a Gregorio Mayans en el círculo del despotismo ilustrado. Debo añadir que es en esta línea en la que se alcanzará la plenitud del pensamiento político de la Ilustración, el cual, mientras logra sus últimos desenvolvimientos, empieza a verse desplazado por planteamientos de tipo revolucionario liberal y aun a veces democrático. No olvidemos que debajo de la capa del despotismo ilustrado fermentaba la levadura del pensamiento de la libertad en la sociedad contemporánea.

Para completar ese cuadro mayansiano de despotismo ilustrado habría que referirse al profundo anticurialismo del autor, a su anticlericalismo y, sobre todo, a su enemiga al clero regular, de lo que los escritos de Mayans nos pueden dar una variada antología, desde el "no quiero frailes, no quiero frailes", de 1724; a la estimación de que "en la república cristiana no hay gente más insolente que los frailes" (1756); o a su declaración de 1759: "tengo horror a los frailes y a los ignorantes"; y, para no seguir más, el pasaje de la carta al obispo Asensio Sales, contestándole (1764) con mucho calor a su consulta sobre el exceso de regulares, a los que acusa Mayans de falta de ciencia y de no saber instruir al pueblo y termina, tras otros muchos juicios desfavorables: "Los monasterios de los monjes están riquísimos"; todas sus grandes [Pg. 71] riquezas se convierten en comer y en beber y en edificios magníficos y en pleitos. "Los monjes son los que menos aprovechan al prójimo porque ni suelen confesar ni predicar". Se comprende que Mayans se ofreciera en su momento a Macanaz -ya que el regalismo tiñe tan fuertemente su posición política- para intervenir en la respuesta a los escritos pontificios contra el derecho de patronato de los reyes de España y que se propusiera hacerlo ardorosamente en defensa de las regalías frente a Roma.

Habría que hablar de su crítica de la nobleza, junto a su aceptación, como dato positivo, de la desigualdad; de sus ideas sobre los pobres y el trabajo (aquí aparece un sorprendente residuo arcaizante, medieval: el concepto de "los pobres de Jesucristo"); su ideal de vida media, común a la mayor parte de los ilustrados, desde Montesquieu a Mably; sus ideas económicas sobre agricultura, industria, comercio, no demasiado claras, sin más fuente del XVIII conocida que la obra de Zavala, pero con ecos de economistas españoles e ingleses; la educación, su importancia, la necesidad de reformar centros, maestros y libros. Sigue estimando sobremanera la lógica de Gassendi, como los novadores; protesta de que quiera enseñarse la filosofía con cálculos aritméticos, lo que es congruente con su escaso interés hacia Newton, al mencionarlo en alguna carta, y con volver a decir en su Idea de un nuevo método que en Física no hay libro alguno que se pueda recomendar; ocupándose del estudio de la Astronomía, al titular de la cátedra de Tolomeo le impone -con un muy curioso contrasentido- que "explicará todos los sistemas del mundo, eligiendo el que le pareciere más conforme, pero no el de Tolomeo por ser anticuado, permitiendo al arbitrio del catedrático elegir, si quisiere, la hipótesis copernicana o semicopernicana". Y terminaré recogiendo que, al tratar de las Matemáticas, materia que refiere a los ingenieros, traza todo un cuadro inspirado por la imaginación política que ponían en juego quienes programaban el gobierno del despotismo ilustrado: "lo cierto es que hasta que en España haya abundancia de ingenieros hábiles, ni habrá ríos navegables, ni canales que lo faciliten, ni márgenes que impidan sus furiosas salidas en las crecientes, ni florecerán las artes como en algunos países extranjeros".

Y quedan muchas, muchísimas cosas que decir para completar el pensamiento de Mayans. Recuerdo, por ejemplo, esa carta a Nava Carreño, en 1765, en la cual, con pretexto de abordar la actualísima cuestión en su momento de la libertad de los granos, aunque sea con una apresurada confusión, el autor traza un cuadro de su manera de entender la economía y la sociedad. Otros muchos de sus "Escritos económicos" (vol. V de la serie publicada por el Ayuntamiento de Oliva) son de interés. No hay más remedio que limitarnos, no obstante, a lo expuesto y remitirnos al excelente estudio de E. Lluch que va en cabeza del [Pg. 72] mencionado volumen. Pero, eso sí, es imprescindible ocuparse unos momentos de esos otros contemporáneos suyos que tienen con él mucho de común, bastante de diferente, y que, con independencia uno de otro, contribuyeron a formar juntos las líneas del pensamiento político y social del Setecientos reformador. Sólo así se puede acabar de entender la inserción de Mayans en su época.

Mayans ha pensado que podía ser útil, fecunda, para el país, la colaboración con Macanaz. Es éste un legista, en quien la preocupación económica y administrativa tiene más relieve que en aquél, mientras que el primero le es muy superior en el campo de la crítica documental aplicada al Derecho, en el de la Historia de la Iglesia, en el de los problemas de la enseñanza universitaria y de la educación. Ambos tienen la misma preocupación por el estado de la religión y del clero, regular y secular, que debería servirla. Todas estas materias necesitan de reformas. Y ambos se dirigen por el camino de la misma solución política.

Macanaz acude a una fórmula acuñada en los siglos centrales del Medievo, con la cual los glosadores, estudiados en ese aspecto por Ercole, iniciaron el futuro desarrollo de la doctrina de la soberanía. En la "Representación a Felipe V", le dice al rey que "su poder, cuya plenitud no reconoce superior en la tierra", se coloca sobre todos para poder reformar lo que se haya apartado de su prístino ser. Tal es el ejemplo de cómo actúan esos reyes que los escritores del despotismo ilustrado sacan con frecuencia en sus páginas: la Zarina de Rusia, los reyes de Suecia y de Prusia, el rey don Pedro de Portugal. Todos ellos son reyes absolutos, a los que en épocas anteriores se les proponía medir su poder con la ley divina, la ley natural, la tradición y los usos ancestrales del pueblo. Ahora se les propone tomar como medida la cultura, el adelanto, el bienestar. En relación con ello, Macanaz tiene una iniciativa notable: "disponga el Príncipe que todos los años corran la Europa tres o cuatro personas de su mayor confianza, a fin de que muy exacta y cuidadosamente se informen de los sujetos de alto mérito en las ciencias, política y cosas de Estado, los que procurará atraer para sí con el debido arte, aunque sea necesario gastar mucho, pues en diversas ocasiones producen sus avisos o consejos mucho más al Estado"; y completando esta idea de misiones científicas, añade esto: "El establecimiento de públicas Academias de ciencias y artes, dan mucho lustre al Estado. Deberán tener la protección del monarca, y señalados premios de poco interés, aunque grandes para el honor, a fin de que emulándose entre los concurrentes unos a otros, se apliquen y trabajen en beneficio del público, que lo tiene grande cuando los unos con sus escritos corrigen las costumbres y los otros forman un crecido número de buenos artesanos".

Para no tener que encontrarse con obstáculos en la realización de esta tarea, Macanaz le preocupa contener a Roma: "quiere la Tiara [Pg. 73] tener dominio sobre la Corona" (...), pero en ningún caso consienta que en negocios meramente temporales, pueda el cayado poner leyes al cetro". Esto se escribe en su obra de más contenido, Auxilios para una Monarquía católica, y no hace falta decir la amplitud con que en sus páginas se declaran de carácter natural o temporal los más de los asuntos eclesiásticos en el Reino. También para él -que en años finales escribiría obras ascéticas y apologéticas, iniciando esa penosa galería de arrepentidos ilustres- el tema religioso es fundamental. "La Religión es la primera productora de la grandeza y reputación del Monarca y del bien y la felicidad de la Monarquía" (un paso más en el camino que se orientaba a politizar, a estatalizar la religión): "el monarca debe aplicar todas sus fuerzas para la formación de un Concilio donde concurran prelados sabios y virtuosos; con mucha discreción y mayor christiandad, porque si esto les faltare, sería peor el remedio que la enfermedad; y estése en todo a lo que él decida sobre lo que tratase". Si bien hay en sus páginas testimonios de actitud hostil al jansenismo, coincidirá con lo que luego en España se llamará de ese modo: por eso insiste en que hay que atender a cuestiones tales como "de la autoridad que hoy tiene y se le debe quitar al Nuncio; de la multiplicación de bienes raíces, comercio y otros negocios que ejercitan y se les deben arrancar a las Religiones, no permitiendo que en algunos años reciban novicios", etcétera. Macanaz, que comentando el discurso de Feijoo sobre "Milagros supuestos", acusaba gravemente a los jansenistas franceses de la propaganda de éstos, de igual manera clama contra los jesuitas, achacándoles delitos graves y proponiendo medidas confiscatorias de sus riquezas, obtenidas por malas artes. En la Representación al Rey denuncia, en coincidencia con los demás escritores del grupo, "el excesivo número a que han llevado las religiones y religiosos, causa (de) la ruina del Estado, de la agricultura y miseria de los pueblos". En "Auxilios" se ocupa también con amplitud del tema, particularmente en el Auxilio IX: "Males que ocasiona al Estado la muchedumbre de religiosos y qué debe hacer el Príncipe para su remedio". En su opinión, tales individuos deben reputarse "miembros muertos" de la comunidad: "La mayor parte de los bienes raíces y estos de los de mejor calidad, están en poder de los religiosos, de cuyos productos no pagan nada ni contribuyen nada". Hay que proclamar su sumisión al soberano y acudir a imponerles tributo, ya que en él "se conoce el vasallaje"; señala los daños que quienes les dejan herederos cometen contra todos sus familiares y legítimos sucesores; y, en consecuencia, pide se prohiba puedan recibir herencias, donaciones pías, y también ejercer el comercio ilícito. Sobre todo, que no se confíe la educación de ningún príncipe ni miembro de la Casa Real a algún religioso, que se les reduzcan las posibilidades de aumentar sus rentas y que no tengan empleo en Palacio (salvo de confesores).

[Pg. 74]

Otros muchos temas del despotismo ilustrado aparecen en él, inicialmente: destaca el del inadecuado y abusivo régimen de la Administración, sobre el cual, llevado de un principio de simplicidad que inspira todo el sistema del despotismo ilustrado, postula una sola oficina donde se despachen todos los negocios y una sola Tesorería. Así también, la reunión de las leyes en un Código ordenado -lo que no menos interesaba a Mayans-, el mantenimiento, bien que sometiéndolo, de la nobleza, como distinción y superioridad heredadas, a la que se le reservarán los mandos militares, mientras que los soldados se reclutarán entre individuos que no sean súbditos propios, a fin de no distraer éstos del trabajo en el campo o en la fábrica.

Sus ideas económicas pertenecen, como en la casi totalidad de las que podamos encontrar en el siglo XVIII, al repertorio del post-mercantilismo, sin asomos, claro está, de fisiocracia, aunque bajo el dominio del agrarismo que se dio ya en los economistas españoles del XVII. Acepta el viejo tópico de lo dilatado y opulento que es el territorio español, de los óptimos frutos que produce y de los muchos caudales que proporciona para comerciar. "La agricultura es la que hace opulentas a las Monarquías": proporciona a las gentes trabajo en que comer. Pero el comercio lleva a la cúspide, como se comprueba en el caso de Inglaterra. "El comercio es la sangre del Estado, así como el lujo es su ruina" -es éste un tipo de ideas que viene también de atrás, aunque en el mismo XVII, respecto al rechazo del lujo, hubo algunos (Sancho de Moncada, Martínez de Mata, Hurtado de Alcocer, etc.), que ya lo habían superado. "Lo que hace sumamente floreciente a una Monarquía son las fábricas y manufacturas precisas a sus individuos"; por tanto, el poder supremo del príncipe debe emplearse en fomentarlas, prohibiendo la exportación de materias primas, facilitando el consumo de sus productos, trayendo expertos de fuera y formando aquí buenos oficiales, una serie de medidas que se estaban también recomendando en el siglo XVII y que el autor en su tiempo pudo haber leído en Ulloa o en Uztariz. Coincide con autores posteriores -Campomanes, Aguirre, Jovellanos, Capmany- en encomiar el régimen de una industria popular, y propone -esta es una curiosa idea que sólo he visto en él- la formación en los pueblos de "sociedades patrióticas" para establecer fábricas que trabajen con los frutos del país: vendrían a ser como una especie de cooperativas. Un programa de caminos, de canales navegables, de pósitos, completa sus propuestas, si bien conoce y condena la corrupción que en los pósitos se da, estudiada hoy por G. Anes.

De todo ello, hay falta, y todo ello se encuentra en España en estado de sumo abandono. Aludiendo a ésta, exclama en la mencionada "Representación": " ¡Desgraciada madre, que observada cadavérica por tantos hijos, son tan pocos los que procuran consolarla!" Y como en lo que [Pg. 75] dice puede verse insinuada una crítica contra altos gobernantes, en sus "Auxilios", en los cuales se dirige nada menos que al Rey, hará esta consideración: "¿Quién no creerá que avisar a cualquiera hasta dónde rayan sus obligaciones y hasta dónde se extienden sus facultades, es más para agradecerlo que para censurarlo?", un razonamiento similar al que tantas veces se hiciera Mayans.

Participando, no menos, del sentimiento de este último y de Macanaz, siguiendo de cerca una frase de Feijoo, otro autor de los que propongo considerar, Campillo, confiesa "la lástima y el dolor" que le produce contemplar el estado de la nación. En su obra España despierta, éste que poco antes era ministro del rey, se expresará con la mayor dureza: "Escribo de España, contra España y por España. Escribo de España lo que no quisiera escribir, escribo contra España porque la retrato tan cadavérica como hoy está y escribo para España deseando sea lo que debe ser". Adelanta, nos dice, esa crítica sobre la somnolencia o delirio, sobre la falta de realidad del país, para evitar que se produca la "sátira extranjera". Y con Mayans y Macanaz piensa: "avisar a la patria del estado de su dolencia no es otra cosa que encaminarla a la dicha": esto leemos en su otra obra titulada: Lo que hay de más y de menos en España, en la que, siguiendo un orden alfabético de materias, echa la cuenta de lo que sobra y de lo que falta, estimando tan pernicioso un extremo como otro.

Campillo parte ya de una visión del poder real, más allá de su estricta formulación jurídica, que es el supuesto -en unos carismático, en otros utilitario- de que la voluntad del rey siempre quiere lo recto y su razón no se equivoca. Aproximándose a una famosa máxima que por entonces se inserta como pieza esencial, pero con otro sentido, en el Derecho parlamentario inglés, Campillo, al modo de Ibáñez de la Rentería y otros, dirá: "el ánimo real siempre está inclinado a lo mejor, apetece, como que es el suyo, el bien de sus vasallos".

Desde su concepción, ya de franco despotismo ilustrado, coincide con quienes lo hemos reunido en grupo, viéndosele animado de un fuerte regalismo, reforzado por su feroz crítica negativa del estamento eclesiástico. Una de las cosas que para él sobran y su exceso es gravemente dañino, son frailes (como escribe en la letra F): a más frailes, menos trabajadores, menos contribuyentes, y, además, ejercen un comercio ilícito y sin beneficio alguno del reino. Su ataque recuerda en algunos párrafos la sátira del P. Isla, en su Fray Gerundio. De ningún modo, hay que permitir que los eclesiásticos actúen de ministros ni manejen los negocios de Estado. Hay que prohibir la fundación de capellanías, a la que califica de maldad abominable contra la familia y el Estado. Es más que un ataque político, es una total desestimación personal la que le lleva a comentar: "No se ve otra cosa en el reino con más frecuencia [Pg. 76] que sacerdotes seculares, aumentando el número de los abandonados, de los viciosos y de los indolentes. Sus vestidos, sus costumbres y modo de vida es tan denigrativo a la monarquía como indigno de su carácter; andan todo el reino, viven de limosna, comen en las tabernas y duermen en los hospitales, causando en vez del respeto que por su dignidad merecen aquel gran desprecio que es natural tener a los vagabundos".

Elorza, en el estudio que encabeza su edición de las dos obras de Campillo aquí comentadas, señala la contradicción entre la violencia de su política regalista y el escaso grado de secularización que muestra en otros aspectos, como en el de la educación, También esto podría decirse de los cuatro autores que he seleccionado y muy especialmente de Mayans y de Campillo. Sin embargo, pienso que ello permite hacer la observación de que el escrito más fieramente crítico, España despierta, sí comienza con una relación de seis obligaciones del rey que atienden a la religión, comparable a lo que pueda verse -en un farragoso volumen de algún fraile barroco, resulta que para ellos tal declaración de ferviente defensa de la religión, en algunos puntos clave, es complemento de su reforma repristinadora por la vía del regalismo.

La crítica de la justicia, de sus magistrados, jueces, letrados, no podía faltar, la del tropel de nobles pobres y holgazanes, la de los pésimos maestros, las Universidades, los tributos, la despoblación, etc. También aparece en él un tema nuevo, de gran importancia: colocar en el centro de la problemática política el tema del derecho de propiedad, que con un criterio burgués muy definido, enlaza con los de la seguridad y la libertad, tomando como modelo a Inglaterra. Exalta el papel fundamental, económicamente, de la agricultura, aunque no deja de clamar contra las corruptelas que en torno a ella se engendran: en precios, pósitos, reparto de contribuciones, subarriendos, formación de compañías con actividades fraudulentas -muchos de los males, pues, que se señalarán en el futuro "Expediente de Ley Agraria". Hacen falta en grado sumo fábricas, de las que se carece, no por falta de materias primas, lo que en el lenguaje de la época se llaman "simples", ni de posible personal, sino por mal arreglo: grandes fábricas por cuenta del rey, con la mayor perfección, trayendo expertos de fuera, los más idóneos de cada país, para la lana, la seda, el algodón, el vidrio, el hierro, etc.; esas fábricas pasarán luego a gremios o compañías con grandes fondos, es decir, capitales, si bien sometidas a un interventor general: así habrá ahorro en los millones que salen, aumentarán los ingresos del Erario, crecerá la utilidad para el público y habrá empleos para gran número de vasallos. No menos beneficioso es el comercio, cuyo fomento, según Campillo -muy lejano de una mentalidad capitalista liberal- no debe orientarse al beneficio del comerciante, sino a los intereses de todos los órdenes [Pg. 77] de la república. Esto se completa con un plan de obras públicas, canales navegables y caminos, cuyas líneas principales traza, y tal vez haya que llegar al P. Sarmiento y a Jovellanos para ver algo parecido. Así se alcanzará el bienestar de los vasallos, única base firme del poder de la Corona. Es interesante la aparición de esta idea de "bienestar", que sobre algún otro testimonio italiano del XVIII subrayó Schumpeter, pero en lo que no cabe detenerse. Enlazado a la economía, aparece el tema de la educación, cuyo penoso estado ocupa a Campillo, desde la escuela de primeras letras a la Universidad, de cuyos textos de estudio se ocupa en el ramo de la jurisprudencia que es el que más le interesa. Campillo, como Mayans, como poco después Olavide, coincidía con ellos en recomendar el Heinecio, pedía una reunión de las leyes formando un cuerpo, esto es, un Código, y, como aquellos también, recomendaba se diera una conveniente preparación a los jóvenes en Derecho patrio y en Historia de la nación.

Antes de terminar este punto quisiera comentar un pasaje de Campillo, cuya presencia es interesante. Pertenece a su obra Nuevo sistema de gobierno económico para América, pero su alcance es más general. Dice Campillo: "no es necesario en una monarquía que todos discurran ni tengan grandes talentos. Basta que sepa trabajar el mayor número, siendo pocos los que deben mandar, que son los que necesitan de luces muy superiores; pero la muchedumbre no ha de necesitar más que fuerzas corporales y docilidad para dejarse gobernar". Algunos, quizá, ante frases de esta naturaleza querrán decir que señalan la debilidad económica y el atraso cultural de la burguesía española en la época; sin duda, esa debilidad y ese atraso existían, pero no es eso lo que en tales palabras se refleja, sino el estamentalismo básico sobre el que se desenvuelve en toda Europa la sociedad ilustrada; por eso, frases equivalentes, aunque con variantes de redacción, mas no de sentido, se encuentran en Hume, en Voltaire y Le Chalotais, en Meléndez Valdés y Jovellanos.

Y ahora habría que ocuparse de Feijoo que en el orden del pensamiento sobre el mundo natural y sobre el sector del pensamiento político y social, tiene tanto interés. Pero no hay tiempo, y, además, en fechas recientes he publicado dos largos estudios sobre el tema -el segundo de los cuales acaba de salir. Me limitaré a indicar en unas líneas, los aspectos principales, en pura y simple enumeración: Por su enérgico y amplísimo esfuerzo crítico, Feijoo fue estimado, dentro todavía del siglo XVIII, por Sempere Guarinos y algún otro, como el Voltaire español. No era quizá comparación adecuada, porque, a pesar de su escaso interés por la Teología, de su denuncia constante de las supersticiones con que el elemento eclesiástico trata de mantener en la oscuridad a las gentes, de sus juicios adversos sobre la injustamente privilegiada situación y los abusos del clero, etc., Feijoo jamás se enfrentó [Pg. 78] con la Iglesia en tanto que institución, y aunque Soto Marne le acusó también de "afección heretical" y Feijoo abrigó su temor, manifestado en carta, a que la Inquisición interviniera contra él, sobre todo cuando fue cambiado el Inquisidor general y estima que el nuevo tiene poco afecto a su persona y obra, Feijoo no afronta nunca como tema propio la crítica de la Iglesia, sino la "crítica de la nación". "Yo escribo principalmente para España", confesaba en una de sus Cartas eruditas. Y de España, podría haber añadido. Si en sus páginas, la reflexión sobre la Historia alcanza un cierto relieve, por el P. Ceñal puesto en relación con su calidad de ilustrado, es porque piensa que "estudiar la Historia es estudiar las opiniones, los motivos, las pasiones de los hombres", frase probablemente escrita para distinguir al suyo del género de interés del P. Flórez. Feijoo necesita crearse una visión, no ya de una documentada Historia de España, al modo riguroso de Mayans, sino una interpretación histórica del pasado de la Historia del país, para explicarse su estado de decadencia, y articular así para el futuro un programa de crítica y de reforma. Por esa razón, surge en él esa teoría circulatoria de la cultura o de la civilización, en virtud de la cual se ve a ésta pasar de pueblo en pueblo: hoy son civilizados los que ayer fueron bárbaros y luego pasará la cultura a otras gentes no menos incultas hasta ese momento, mientras que caerán en barbarie los depositarios de la civilización en el presente, movimiento que como un ciclo indeterminado volverá a repetirse. De esa manera, queda históricamente asegurado el restablecimiento de España: la aplicación sistemática de esta teoría es la Historia crítica de España y de la cultura española, de Masdeu, según éste desarrolla a lo largo del volumen primero de su obra.

Feijoo parte, como todos los escritores anteriores, de una primera etapa de amplia conservación de temas barrocos (antimaquiavelismo, contra el Príncipe conquistador, el valor del "exemplum", etc.) para irse apartando hacia temas más científicos y noticiosos, y sólo hacia 1750, en su "Paralelo entre Luis XIV y Pedro I, zar de Rusia" aparece el esquema político doctrinal del despotismo ilustrado, bajo la figura del Emperador moscovita. El tema de la educación es frecuente en sus páginas, ligado al de la lucha contra el error. La "defensa de las mujeres" le lleva a afirmar la igualdad de todos los entendimientos para todas las ciencias y empleos. En materia de justicia, condena la tortura judicial y con cierta audacia se pregunta: si se aplicara el tormento, ¿quienes serán los asesinos?, para contestarse: los capuchinos, los franciscanos, los dominicos, ya que, sometidos a tan dura prueba, ninguno dejaría de acabar por reconocerse autor del más grave crimen que falsamente se le imputara. Rechaza, como todos los ilustrados, la práctica del indulto que va contra la igualdad ante las leyes. Da un decisivo paso a favor de la libertad política, no ya de la estricta libertad científica y de pensamiento. Rechaza el principio de nobleza hereditaria, tal como se da en [Pg. 79] la sociedad estamental: la nobleza de sangre podrá ser honorable, pero no laudable. En cambio, hace el elogio de la riqueza en términos muy cálidos, corroborados por su amistad con los Goyeneche, grandes figuras de burgués en la España dieciochesca, a quienes dedica, al padre y al hijo, sendos volúmenes de su obra: "los ricos, por ricos, son en alguna manera acreedores al respeto que se les tributa. La bendición del Señor, dice Salomón en los Proverbios, hace a los hombres ricos. De suerte que la riqueza es don de Dios y tan don que según la común estimación del mundo, constituye dignos de honor a quienes la gozan". Una frase, comenté alguna vez, que se parece muchísimo a aquella de B. Franklin, a la que M. Weber concedía tanta significación en la historia del espíritu capitalista. Pero lo más importante y que con más extensión trata Feijoo, entre este tipo de problemas, es el de la pobreza: abomina de la injusticia y los sufrimientos que pesan sobre los pobres, piensa en un sistema de parcelación de las tierras, con otras medidas técnicas, y no deja de llamar su atención gravemente el problema del trabajador industrial, del artesano en la ciudad, lo que revela una mayor presencia de éste en la sociedad.

Ante la situación que por todas partes contempla, ante la vista de ese campo y de ese campesino en derrota, Feijoo prorrumpe con una de esas frases de dolor por el estado del país que a cada uno de los autores del grupo seleccionado les hemos escuchado; con angustia unamuniana, quizá suscitada por más fundada experiencia, Feijoo exclamará: "el descuido de España lloro, porque el descuido de España me duele". Mayans, Macanaz, Campillo, Feijoo, otros más con ellos (algunos nos sorprenden, por ejemplo, Luzán), han insistido, cada uno orientándose a un campo que le cae más cerca, en hacer el diagnóstico del país: descuido, abandono, irrealidad, ignorancia, superstición. Otros más jóvenes que los leen articulan un programa de reformas que tal vez es uno de los más completos y estudiados; son los políticos, educadores, economistas, científicos, del despotismo ilustrado. Pero en su plan -y ello es punto flaco en la mentalidad de la época- no tienen en cuenta la fuerza con que los grupos de resistencia se les van a oponer, aunque los conocen. Piensan que la potestad del príncipe bastará a abatirlos y que el príncipe querrá hacerlo. Ellos serán, por el contrario, los que darán al traste con la empresa antes de que la brutal invasión napoleónica destruya lo que queda.

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La pieza del rey "siempre absoluto, pero siempre ilustrado", como la definiera Cabarrús, no era bastante, ni era segura. León de Arroyal lo denuncia con toda claridad: "El poder omnímodo necesita una omnímoda prudencia para su uso y ésta seguramente no está en los hombres": tal era la meditación que ante las circunstancias, hacía Arroyal, [Pg. 80] "el absoluto poder del rey no hay quien pueda templarle y como no siempre podemos prometer sean de una absoluta sabiduría y conjunto de perfecciones, siempre nos quedará recelar el tener que sufrir muchas veces los efectos de su abuso".

En realidad, muchos escritores economistas y políticos, sirviéndose de la fórmula del despotismo ilustrado, se alejan de éste, observando quizá sus insuficiencias. Estos escritores publicaban su admiración por Inglaterra, no ya sólo por sus sabios, como hiciera Feijoo o como Arteaga o Cadalso, sino por sus instituciones políticas, por su Parlamento, principalmente: Enrique Ramos, Ibáñez de la Rentaría, Arriguibar, Normante, Jovellanos, Tomás de Iriarte, Meléndez Valdés, León de Arroyar, figuran entre ellos. Quizá el primero en anticipar el fracaso del sistema de un despotismo inserto en Ilustración y añorar el papel de los Comunes de Inglaterra, fuese el conde Juan Amor de Soria, cuyo manuscrito descubrí inédito e ignorado en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, quizá porque se había exiliado en Viena en un primer momento y, como Mayans, era de filiación austracista, y siguió siéndolo.

Lo cierto es que Romá y Rosell, en 1768, hace un disimulado elogio de las Repúblicas, que a Normante, en 1787, se le acusa de imbuido de la libertad republicana, que de Vicente Alcalá Galiano -el gran lector de A. Smith, en Segovia- dirá su sobrino Antonio, años después, "dio también en ser republicano en teórica, aunque en la práctica fiel y reverente servidor de su soberano". Dio cuenta Zapater, que trató a Goya en Zaragoza y escribió su biografía, de que nuestro magno pintor, sobre 1801, se vio agitado por las nuevas ideas que invadían Europa.

Todo ello, junto a muchos más ejemplos de disconformidad, junto a la aparición de pasquines y sofiamas pidiendo libertad, a la irrupción de motines y manifestaciones que fácilmente derivaban a un carácter subversivo, a conspiraciones, como la del maestro mallorquín Picornell, en Madrid, nos dice que los españoles habían llegado a la conclusión, antes de que teminara el siglo, de que esas fórmulas reformadoras de los ilustrados resultaban inservibles y, en consecuencia, se deslizaban hacia planteamientos constitucionalistas, con otras nuevas formas de libertad.

Mayans, con visión anticipadora, y quizá más que por pesimismo, por el cansancio de su avanzada edad, en 1776, desde Oliva, escribió estas palabras a su hermano Juan Antonio: "el mundo camina aprisa a una revolución universal que puede trastornar el sistema político y de la Religión". Yo estoy seguro, sin embargo, de que su odio a la ignorancia aliada necesaria de la tiranía, su fiera independencia, su amor a los fueros, su defensa de la libertad de pensamiento (quizá la más política de todas las libertades), le hubieran permitido, de vivir unos años más, haber reconocido en esa revolución general unas luces de aurora.

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